El libro del jiennense Vicente Ruiz, premiado por el Ministerio de Defensa, revela que fueron médicos españoles los que atajaron “la peste de las naos” en el siglo XVI

(Reportaje publicado en la edición digital de EL PAIS el 25 de noviembre de 2023)

Entre 1519 y 1522 tuvo lugar la gesta de la primera vuelta al Mundo de la Expedición Magallanes-Elcano; una odisea que confirmó la esfericidad de la Tierra y que inauguró la navegación por el océano Pacífico descubriendo las islas Filipinas.  Sin embargo, el éxito del viaje se vio ensombrecido por el escorbuto, una afección que, como una peste medieval, asoló las tripulaciones convirtiéndose desde entonces en una auténtica pesadilla para la navegación a vela, especialmente en las grandes travesías oceánicas por el océano Pacífico. 

A mediados del siglo XVIII el médico británico James Lind halló el remedio descubriendo que los cítricos eran efectivos contra el temido mal. Sin embargo, una investigación del historiador Vicente Ruiz García (Úbeda, Jaén, 1973) pone en cuestión esa tesis y revela que mucho antes, médicos y marinos españoles, ya habían experimentado que los alimentos frescos, sobre todo las frutas y verduras, eran eficaces contra la enfermedad. 

“Mucho más feroz que todas las batallas navales de la historia fue el escorbuto, que se conoció como la peste de las naos”, asegura Ruiz, que ha buceado en documentos del Archivo General de Indias de Sevilla, el Archivo del Museo Naval de Madrid, el Archivo General de Marina Álvaro de Bazán del Viso del Marqués (Ciudad Real) y de la Biblioteca de la Real Academia de Medicina de Madrid. Un trabajo que le ha valido el Premio Armada del Ministerio de Defensa en la categoría de Investigación Histórica.

Según el libro de Vicente Ruiz, “Españoles contra el escorbuto” (Universidad de Jaén), desde el médico Agustín de Farfán en 1579 hasta el cirujano de la Armada Pedro María González, galeno de la expedición Malaspina, fueron muchos los científicos y navegantes españoles los que defendieron el uso verduras, cítricos frescos, zumos o agrio de limón que fueron embarcados entre los víveres de los navíos que hacían la Carrera de Indias.  También se aplicaron esos avances médicos en los buques de la Armada Española que se desplazaron desde Cádiz a las islas Filipinas en una larga travesía doblando el Cabo de Buena Esperanza durante la segunda mitad de esta centuria.

El profesor e historiador jiennense Vicente Ruiz, actual secretario de la UNED Jaén, autor del libro galardonado.

“La ignorancia contumaz de muchos hombres de ciencia sobre el origen del mal, propugnando teorías absurdas, permitió que la amenaza del escorbuto siguiera durante años siendo un pesado lastre para los marinos de todo el mundo”, indica Ruiz, que es también secretario del centro asociado de la UNED en Jaén.

En este trabajo de investigación se analizan las técnicas de conservación, el procesado y los avances en la tecnología de los alimentos al servicio de la navegación a vela entre los siglos XVI y XIX.  También exploran lo océanos del escorbuto, describiendo los episodios más significativos de la llamada peste de las naos que especialmente afectaron a los viajes y expediciones españolas al océano Pacífico e Indico durante la Edad Moderna.

“Siguiendo el camino que recorrieron médicos y marinos para desafiar al escorbuto hemos puesto al descubierto la contribución española a la prevención y curación de esta enfermedad”, explica el profesor Ruiz García. 

Ha sido en el Archivo de Indias de Sevilla donde se ha descubierto un documento que desmiente la historia oficial que atribuye al británico James Lind el descubrimiento del remedio contra el escorbuto. El 20 de octubre de 1742 zarpó de Cádiz, con destino a los puertos de la Mar del Sur (Valparaiso, Concepción, Arica y Callao de Lima), un navío de nombre La Marquesa de Dantein al mando del capitán español Pedro Francisco de la Fert.

Y en la carta que el maestre José Díaz de Villar y Andrade envió antes de la partida al contador de la Casa de Contratación se enumeran “quatro frasqueritas con agrio de limón para preservar del escorbuto“ en la relación de la mercancía enviada.

De este modo, la llamada Armada de socorro de Filipinas había embarcado una cantidad importante de agrio de limón a la que se le sumó aceite de oliva para su conservación.

Una de las ilustraciones que aparecen en el libro «Españoles contra el escorbuto» (Universidad de Jaén), de Vicente Ruiz.

El poder del aceite de oliva como conservante natural en alimentación es conocido desde la antigüedad, un antioxidante natural que protege los alimentos frente a los microorganismos patógenos que los deterioran.  Pero sobre todo, y como conservante para el zumo de limón, las diferentes densidades de los cítricos exprimidos y el aceite hacían que el segundo formara una película de grasa que podía conservar el zumo durante meses, impidiendo que le entrara el aire.  “Una solución asequible gracias al fácil suministro de aceite de oliva de los olivares andaluces que hacían del oro líquido una interesante opción para la conservación del preciado antiescorbútico que en 1616 debía de viajar, nada menos que a las lejanas islas Filipinas”, apunta Ruiz. 

Sin embargo y a pesar que desde mediados del siglo XVIII existía un conocimiento generalizado del remedio, cada brote de escorbuto generaba nuevas teorías que trataron de identificar la causa de igual modo que la teoría de los humores o la del aire viciado de los barcos que llegó a ser aceptada hasta bien avanzado el siglo XIX. 

A finales del siglo XIX la idea de que los alimentos atesoraban otras sustancias indispensables para la vida fue expuesta por distintos investigadores.  Pero no sería hasta el siglo XX cuando apareció el concepto de vitamina.  Después de la Primera Guerra Mundial se realizaron múltiples estudios sobre el escorbuto y acerca de su complejo proceso químico.  Sin embargo, el agente antiescorbútico no se logró aislar hasta el año 1932.  El científico húngaro Albert Szent-Gyorgyi realizó el descubrimiento durante su investigación en la Universidad de Cambrige.  Szent-Gyorgyi había hallado el ácido ascórbico y sus propiedades antiescorbúticas. 

Al año siguiente un equipo suizo dirigido por TadeusReichstein y otro equipo británico dirigido por Norman Haworth, lograron de forma paralela descifrar y comprender la estructura molecular del ácido.  En 1937, Szent-Gyorgyi recibió por su descubrimiento el Premio Nobel de fisiología y medicina mientras Haworth recibió el de química, en parte por contribuir al hallazgo de la vitamina C.