Artículo de Manuel Molina González, profesor de Secundaria, escritor, poeta y colaborador de la UJA

Nací y crecí en una aldea pequeña. Bueno, en realidad, no llegaba a tal nomenclatura porque se trataba de un diseminado. La apariencia o connotación en el primer nombre transmite algo positivo, que incluso autores castellanos clásicos –frailes, sobre todo- utilizaron para ensalzar el campo, caso de Fray Luis de León,Fray Antonio de Guevara (Menosprecio de corte y alabanza de aldea) o el propio Lope de Vega. Todos ellos herederos de la visión idealizada que de la naturaleza ofreciera Virgilio en sus obras; exaltación del lugar pequeño como remanso de paz y beneficio del contacto con ella. Supongo que así fue, o lo recuerdo en los primeros años de mi vida, conociendo un mundo asombroso y muy parecido a lo que debiera ser la libertad. Mis movimientos se relacionaban con el entorno, sin presencia hiperprotectora,conociendo el medio, que diría Taine, de manera empírica.

Renacuajos, nidos, culebras, curicas, junto a espárragos, collejas, romanzas, higos y brevas dulces, madroños, cerezas del árbol, pepinos de la mata. Algo de recolector tenía. Siempre había algo que aprender, incluso en la escuela unitaria, donde una maestra intentaba enseñar a doce retoños de variada edad. Había niños y niñas en la mayoría de casas, aunque la emigración de los años sesenta se había cobrado ya su cuota arrancando del lugar a jornaleros para convertirlos en albañiles o bien operarios en Alemania, Suiza o en el cinturón en torno a Barcelona o Bilbao. En aquel momento se comenzaban a cerrar casas y las malas hierbas iban tomando paredes y tejados hasta derrumbarlos y quedar como esqueletos de lo que fuera vida. Eran las dos caras del campo.

Arriba, un abrevadero en una cortijada rural; sobre estas líneas, una casa abandonada en una aldea.

Había problemas de abastecimiento de agua, incluso problemas con los desplazamientos. Como  los hombres se llevaban al tajo los mulos o burros, las mujeres realizaban en muchas ocasiones, caminando y cargadas con  alforjas, el desplazamiento hasta el pueblo para comprar. Existía otra velocidad en la forma de vivir y el autoabastecimiento con los huertos y animales de cría, más la falta de necesidades procuraban que se pudiera salir adelante. Con los setenta llegó una nueva sangría de población. En las casas de Barcelona había agua corriente, papel higiénico y yogures envasados con plástico, un sueldo fijo y vacaciones. Fue difícil resistir. Las eras se convirtieron en eriales, las parras de sombra se agostaron definitivamente y los terrados se vinieron abajo cayendo las vigas de madera al lado de las chimeneas. La sangría despobladora continuó sin cesar como demostraban la escuela y la tienda-bar: cerrados. Llegó el agua potable en tuberías,  se asfaltaron caminos para los Land Rover y Patrol, incluso se cobraba “el paro” que frenó un poco el runrún de hacer el petate, pero para muchos fue tarde. Los nietos de los primeros que se marcharon no quieren vivir allí y cuando se casan la mayoría, que casa quiere,se marcha a otro lugar.

En la aldea donde crecí ahora sigue existiendo la misma tranquilidad y se puede disponer de un  teléfono móvil con wifi, casi todos los vecinos disfrutan de coches con aire acondicionado para desplazarse, las casas se pueden adquirir a buen precio, tienen algunos piscinas, recogen la basura a diario, el trabajo puede conseguirse cerca –vienen inmigrantes  atraídos por él- o se puede traer para trabajar de forma digital, incluso se puede disfrutar de algún taxi con descuento; aunque todo ello no parece suficiente para seguir viviendo en la aldea, se opta por el menosprecio de corte. Son los tiempos modernos.

Manuel Molina González (Priego de Córdoba, 1966), profesor de Secundaria y colaborador de la UJA y del periódico Ideal. Autor de ‘Cuentos y leyendas de Cazorla’, la bibliografía de Manuel Azaña y Niceto Alcalá-Zamora y de otras publicaciones literarias y poéticas.