Julio Navarro, de Torreblascopedro, gana el IV Premio Internacional de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo

El relato “Alas de golondrina”, de Julio Navarro (Torreblascopedro/Jaén), ha obtenido el primer premio en la cuarta edición del Premio Internacional de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo convocado por la Asociación Cultural Másquecuentos. El presidente del jurado de este certamen, el escritor ubetense Salvador Compán, desveló la semana pasada el fallo de este tribunal.

‘Alas de Golondrina’ (Julio Navarro Carmona)

«La galera avanza por el camino de tierra tirada por una mula. Mi padre va sentado en el pescante, junto a mi tío que es el manijero y hoy ha tenido la gentileza y humanidad de invitarnos a subir para no ir andando al tajo.
«Vaya día de perros nos espera», dice mientras un escalofrío recorre su cuerpo. Mi padre contesta de mala gana algo ininteligible y se sumen en el silencio.
Detrás vamos el resto de la familia. Mi madre, mis dos hermanos gemelos y yo, con la espalda apoyada en los laterales de la galera y sentados sobre los mantos de lona para amortiguar y proteger el espinazo en los recalcones de los saltos inesperados cuando una rueda pasa por encima de alguna piedra, los mismos mantos que se utilizan para ponerlos bajo la rama que se varea y recolectar la aceituna en ellos.
Todo es silencio en la galera. La capacha de esparto que descansa entre medias de nosotros es testigo mudo.

Mi padre me mira de soslayo. Frunce el ceño. No le miro a los ojos. Observo el cinturón que sujeta su pantalón y que está desgastado por el tiempo y el uso que le da. Ese cinto ha probado la piel de algunos de los que vamos detrás. Sobre todo la mía. Lleva mi aroma reciente en lo largo y ancho de su cuero.
No soporto su mirada y cambio de lugar. Me voy atrás y me siento con los pies colgando de rodillas para abajo, mirando en contra dirección, observando las huellas que van dejando las ruedas, pero noto sus ojos en mi espalda. Fríos. Duros. Helados.

No puedo sujetar mis lágrimas. Pesan un mundo entero. Lloro de espaldas a ellos y en silencio. Me sorprende tener tantas. Brotan de mis ojos siguiendo las huellas de otras recientes, hasta desembocar en mi cuello, aunque hay algunas que llegan a mi pecho. Calientes y dolorosas todas. Mi madre sabe lo que hago, pero no dice ni hace nada. Mis hermanos también se dan cuenta pero no lo entienden, aunque a veces leo en la profundidad de sus ojos una pizca de comprensión, una sutil tristeza, un resquicio de lástima, pero adornada, maquillada, vestida de la realidad que nos rodea. Otra cosa los haría parecer débiles.

La galera avanza lenta y observo la hierba que crece a ambos lados del camino, cubierta de blanco por la helada de la noche pasada. A la derecha comienzan a aparecer los primeros pinos que anuncian la cercanía del cortijo. En sus ramas hay bolsones repletos de orugas procesionarias.
Las conozco de los libros, de los que he aprendido tanto, mas de nada me ha servido. Todo ha terminado sin haber empezado siquiera. Todas mis esperanzas e ilusiones han caído en un abismo profundo sin escaleras ni cuerdas para salvarlas.
De nada sirvieron mis súplicas, ni que fuese la maestra del pueblo, a la que considero mi amiga, a hablar con mi padre para convencerlo de una quimera, de un imposible. De nada sirvió.
Mi padre sentenció mi vida, como un juez todopoderoso, con unas cuantas frases que resuenan en mi cabeza como las campanas que tocan a muerto: Ya tiene trece años. Hace falta el jornal en casa. Se ha vuelto muy rebelde. Los libros le han llenado la cabeza de pájaros. Eso de estudiar no sirve de nada. No es para ella.
Y se abstuvo de decir que tenía la medicina que me bajaría de las nubes, un remedio que iba sujetándole los pantalones. Eso junto al trabajo sin horarios, recogiendo aceituna de sol a sol, harían milagros.
Los milagros escasean a mí alrededor. La tristeza ha conquistado mi ser. Miro a ese abismo donde cayeron tantas cosas y pienso en despeñarme con ellas. Me sabe amargo tener ese pensamiento. No quiero pensar en eso.

Pasamos junto a un grupo de hombres, mujeres y adolescentes que van andando al cortijo. Otros, con más suerte, van en bicicleta. Seco mis lágrimas con las mangas de mi jersey de lana. No quiero que me vean así.

Un chico joven, de mi edad, con una cojera apenas perceptible, se yergue al reconocerme, alza su mano helada en un saludo que le nace de lo más profundo de su ser y me sonríe mientras de sus labios sale mi nombre envuelto en vaho.

Posee una de esas sonrisas que calientan el alma. Le devuelvo el saludo. Corre y se acentúa algo más la cojera y, sin permiso, de un salto, se sienta a mi lado, a mi derecha. Da un buenos días a mi familia y a mi. Mi madre le contesta y le sonríe porque le cae bien, es un buen chico; hasta que es consciente de la presencia del Dios menor que gobierna mi casa y la vida de la que en ella vivimos, así que amortigua esa sonrisa y baja los ojos hasta la capacha de esparto que en realidad contiene poco sustento. Siento la mirada reprobatoria de mi padre en mi nuca. Me da igual.
Me gusta hablar con él. Es un chico inteligente y buen conversador. También le ha sido negado el futuro anhelado, pero él lo acepta con resignación, o al menos eso es lo que me transmite con su actitud y esa sonrisa suya que tan bien me hace sentir.

─ ¿Sabes que este año le han concedido el premio Nadal a Carmen Laforet? Lo leí anoche en el periódico que me da el amo una vez que él lo ha leído. ─Me anuncia mientras observo florecer el aura que lo envuelve en mitad de este invierno. Es un oasis de primavera en mitad del hielo.
Su compañía es un bálsamo para mí. Con nadie conecto tan bien y me siento tan a gusto como con él. Habíamos leído juntos la novela: Nada. Nos la prestó la maestra y la disfrutamos, leyéndola y comentándola.
Me abstuve de decirle que odiaba la palabra amo. En otras circunstancias se lo hubiese manifestado, pero la fuerza interior que siempre he tenido se debe de haber caído en ese maldito abismo.
Iba a mostrar mi sorpresa y alegría por la noticia, pero no me dio tiempo.
─ Zagal, anda y ve con tu familia. No has sido invitado. ─Recrimina mi padre desde el pescante mirando a mi amigo con los ojos glaucos. Más fríos que la mañana.
Tras un perdón casi ahogado, un poco avergonzado, abandona el transporte de un salto y espera a su familia, parado, de pie, hasta que lo alcancen para continuar caminando junto a ellos, como las orugas procesionarias, en fila india. Pero él no lo hará, porque se pondrá al lado de alguien y le transmitirá el calor del que es portador.
Observo su espalda mientras se va haciendo más pequeño, pero se vuelve y me mira y me regala una sonrisa de las suyas, una de mediados de mayo. Y yo… yo le regalo la mía.
Mientras lo voy dejando atrás pienso que es como una golondrina capturada y torturada. No sé porque pienso eso. Quizás porque el pasado domingo habló de ellas el cura en la misa. Dijo que las golondrinas aliviaron el dolor de Cristo, cuando clavado en el madero se acercaron para quitarle las espinas de su corona y por eso son sagradas y es un pecado hacerles daño. Pienso que a ese chico le cortaron sus alas, sus ilusiones y esperanzas. Y él es un espejo en que me veo reflejada. Dos golondrinas a las que les rompieron las alas. Como un pecado para los católicos.
Hoy repetiré el trabajo de ayer, de antes de ayer, de la semana pasada. Recogeré el fruto del olivo, todas las aceitunas que están en el suelo, en el ruedo. De rodillas frente a él. Como adorándolo. Una a una las iré echando en una pequeña espuerta. Con las dos manos, porque como dice mi tío, el manijero, si se cogen con una sola mano luego amargan. Con suerte alguien encenderá una hoguera y pondremos piedras vivas para calentarlas y luego meterlas en algún bolsillo, para dar calor a las manos y dedos que se hacen ingobernables en las mañanas heladas.
Siento un vacío en mi ser, entre el pecho y el estómago, como un agujero negro del espacio exterior, de esos que nos habla la maestra, que se va tragando mi esencia, mis alas, mi vida. Por un instante no me importa nada. Hago algo sin pensar en las consecuencias.

Me bajo de la galera de un salto mientras la mula sigue su camino. Mi madre me llama con miedo en la voz. No me vuelvo. Mis hermanos no dicen nada. El carruaje se detiene. Mi padre me llama con voz marcial, glacial, cargada de ira. Sé lo que me espera. Tampoco me vuelvo.
Mi pecho sube y baja en cada respiración acelerada y mi mirada se pierde en un horizonte negado. No me pertenece. Me cuesta resignarme.
Quiero salir corriendo, pero no puedo, el frio lo envuelve todo y ha llegado a mis pies. No me responden. El hielo me ha conquistado y trato de resistirme, pero nada puedo hacer. Es un último esfuerzo, desesperado y pueril, pero observo que de mis pies han comenzado a brotar raíces y me anclan a este suelo.
Quiero volar como una golondrina. Escucho el sonido conocido de la hebilla de un cinturón y unos pasos firmes acercándose a mi.
Mis ojos de color miel se enturbian y las lágrimas del corazón suben hasta ellos resucitadas para brotar calientes entre el frio que me rodea. Todo es hielo. De repente, todo es nada. Me resisto, pero ya todo acabó.

Hoy he cumplido noventa años y he recordado ese día en concreto. Que curiosa es la vida, mi natalicio coincide con el día en que empieza la universidad mi nieta. Ha venido a visitarnos. Es una chica cariñosa, inteligente y con mucho sentido común que es algo que aprecio en particular.
Quiero hacerle un regalo y trato de levantarme, pero mis piernas ya no son lo que eran. Mi marido posa su mano en la mía y me sonríe sin decir nada. Su sonrisa lo dice todo. Me besa la mano, como lleva haciéndolo toda la vida y aún me sorprende que sus ojos brillen al hacerlo. Se levanta él. Su cojera se ha acentuado con el paso de los años, igual que el bálsamo de su sonrisa y su compañía.
Le entrega su regalo envuelto y, tras un beso en la sien, le desea suerte en su nueva aventura universitaria.
Mi nieta rompe el papel que lo envuelve. Es un libro antiguo, de Carmen Laforet. Lo aprieta contra su pecho mientras sonríe. Ha heredado la sonrisa de mi marido.
Cuando se marcha, por un momento, por un breve instante, soy yo quien va encima de esas zapatillas deportivas, embutida en esos pantalones vaqueros ajustados que realzan la esbeltez de sus piernas, soy yo quien va metida en esa camisa de seda blanca. Por un instante ella soy yo y mi marido y todas las personas que el frio congeló. Y después pienso que es una golondrina a la que nunca le haría daño, pese a no ser católica. Y sonrío orgullosa mientras creo ver crecer alas en la espalda de mi nieta».