Faustino Castillo, descendiente de serranos expropiados, reflexiona sobre la pérdida de identidad por el expolio de las aldeas perdidas

FAUSTINO CASTILLO

El alma en cada piedra, en cada marco de ventana, en cada viga de madera, en cada puerta. En el bazar, en la alacena. En el Horno, en la cocina de leña. En las cuadras y en la chitera. En las sillas de anea. En la mesa matancera. En las trévedes, en la sartén y en la vieja chimenea.

Viendo estas imágenes se me llenan de aromas el olfato y la memoria; sentados junto al fuego, la leña, el humo, las ascuas. Las lenguas de colores que se elevan. Las madres, las abuelas poniendo el puchero, las ollas, la caldera, para calentar el agua.

En las paredes blancas encaladas con mil capas y ultramar, el azulete para decorar y un pequeño espejo reflejando lo que alrededor acontece.

En las camas con somieres de madera y cuerdas, los colchones de farfollas y de lana donde nacieron ilusiones, chiquillos y fantasmas. Y se amaron los cuerpos a oscuras descubriendo los deseos y y las curvas escondidas entre enaguas.

En esas cestas de mimbre del techo colgadas donde se guardaban enormes panes que duraban semanas. En esos soplillos de esparto, en esas barjas, espuertas serones y albarcas. En esas cámaras donde colgaban las uvas, las granadas, los melones y membrillos y sartales de tomates secos y pimientos y conchas de pepino. Y se guardaba el trigo en los atrojes y los ajos, las cebollas y las papas. En esas cámaras de la esperanza.

La fuente, el tornado, el lavadero.  El agua por la reguera corriendo hacia la alberca. La huerta sembrada de alimentos. Los árboles frutales; la noguera, la parra, el ciruelo, los perales, cerezos, granados y membrillos, las higueras, los almendros. Ahí están todos dejando en sus troncos y en sus ramas constancia de su historia. Puestos poco a poco, plantados para atajar el hambre si algún día se presentaba.

La era, la burra, los mulos, el trillo, la parva, la cebada, el grano y la paja. La harina cuando llegaba.

La iglesia, los rezos, los santos, el miedo, la esperanza. El sonido palpitante de la campana. El cementerio, las tumbas y los muertos. Nuestros seres queridos, los recuerdos.

Me hiere el alma ver cómo se deshacen poco a poco nuestras huellas y se pierden tragadas por el tiempo, la desidia y la ignorancia.

Y de nuevo volvemos a lo más profundo de nuestras raíces, a la tierra. A la sagrada tierra, nosotros y…las piedras.

Panorámica de la aldea de Los Centenares, en una imagen de 2018. Fotografía: FAUSTINO CASTILLO.