Tribuna de Opinión de Luis Emilio Vallejo Delgado

Las matas de habas del huerto miran al cielo y me preguntan por qué no llueve lo suficiente. Lo mismo hacen las pencas de alcauciles que elevan con elegancia sus deseos en el renacer de la primavera temprana de este Céfiro de guerra de febrero y marzo.

Cavo la tierra con el azadón entre susurros y ruegos. Alguien comienza una leve frase y otra voz le responde y así otra y otra que componen la multitud indignada de las lechugas, las cebolletas, el perejil elevado y fuerte, el macizo de lavanda, los naranjos, los ciruelos, las primeras brevas apuntando entre las flexibles y desnudas ramas de la higuera como símbolos eróticos de la fecundación que nos viene.

Pero, de pronto, siento un chasquido de masacre, un dolor lumbar que sube por el brazo y me eriza de miedo y sube y baja por la columna vertebral: la herramienta de cavar ha detectado en la dura tierra, apenas mojada por el rocío, una dureza, un signo inquietante, un clac-clic de muerte.

Como una premonición, en seguida detengo la acción y mi cuerpo se pone en alerta. Miro el huerto familiar, enclavado en pleno centro de Porcuna, en los corrales o patios de atrás de la casa de mis abuelos. Mantengo un huerto en su honor. Porque siempre la palabra “huerto”, “voy al huerto”, “estoy en el huerto”…, se ha llenado desde mi niñez de esencias especiales. Porque mi huerto mantiene su estructura de más de ochenta años. Mi huerto en realidad es un vergel con frutales entre los cuales crecen las hortalizas. Cada palmo fue estudiado por mi abuelo Luis; y luego por mi padre Emiliano. Y ahora, entre los dos, padre e hijo, continuamos ensimismados cuando nos sentamos a contemplar las diabluras del gato entre las pencas, o cuando sube de golpe al peral; o las veces que nos trae muy contento un ratón atontolinado y regordete que nunca mata.

En el huerto se dan las esencias del tiempo detenido. Por sus paredes, que son grandes muros de la antigua fortificación urbana, suben los empedrados de una calle olvidada. Por sus heridas buscan los tordos, las palomas y los pajarillos dónde habitar para sus nidos de la primavera próxima.

Los muros arruinados presentan, contra la zona del olivo que planté hace veinte años, regalo de mi entrañable amigo pintor José Carlos Morente, los restos de antiguas guerras, antiguas masacres por las que el tiempo detenido dejó su metralla.

Me paro estremecido y miro entre las hileras de matas de habas, porque mi cuerpo de agricultor ha detectado algo malo, algo que me retrotrae al presente, a esta guerra de Ucrania, el ataque a la población civil.

Me agacho y con los dedos fríos aparto con ambas manos, arrodillado y suplicante, aquello que mi experiencia de “cavaor” en zona de guerra me mostró desde niño. Porque los agricultores de Porcuna y Lopera sabemos bien de lo que hablamos. Porque sabemos que nuestros campos están plagados de memoria: esa que se resiste y se resistirá a ser olvido. Sabemos que con frecuencia, cada año, y ya van más de ochenta desde entonces, por los medios de comunicación sale alguna noticia de la aparición de una bomba intacta, sumida en su sueño de melón camero, que algún agricultor encuentra y que es necesario desactivar.

La memoria, nuestra memoria está ahí, cada día. Sigue estando en nosotros mientras exista un monumento a la crueldad humana que aún hoy nos puede estallar.

Las habas y los frutales y los rabanillos y las fresas inician una letanía, un réquiem alrededor de mi cuerpo agazapado. Pienso que quizás debería de no seguir abriendo la madre tierra con las manos. Que debería avisar porque aquel sonido, aquel salto del hierro que alcanzó ese objeto, no es el de un ripio, piedra o guijarro. La música incita a una feroz dicotomía y las voces se alzan y las balas suenan ahora alrededor de mi cuerpo, esas balas abundantes que siguen saliendo en el huerto y los peines horribles herrumbrosos de los máuseres.

El viento acelera mi pulso y puedo sentir en mis sienes el zumbido de aquel avión aproximándose a la iglesia parroquial de Porcuna, al cercano ayuntamiento. Aquel avión asesino soltando la bomba que cincuenta o cien metros antes cae sobre las cuadras de la casa que fuera después de mi abuelo y revienta los corrales colindantes de mis vecinos y se proyecta sobre la casa solariega de la calle Torrubia número 14, casi destruyéndola por completo.

Abro la tierra y mis dedos topan con el metal negro y oxidado y curvo y pesado, muy pesado. Elevo el fragmento de aquella bomba con ambas manos y me levanto y miro con asco e indignación aquel fragmento, aquel asesino artefacto arqueológico que voló en pedazos, que vuelve a estallarme en mi nuca, en mis manos embarradas, en mi dignidad de humano.

Y pienso ahora mismo en el ahora y aquí de aquellos seres, otra vez obligados a resistir la tiranía humana, que tan próximos a nosotros, reciben bombas y masacres. Que esperan la justa medida afilada de todas las guillotinas en su velocidad hacia los tiranos actuales y futuros. A todos aquellos que se amparan en la falsa dignidad que promueven con sus sueños de poder. Que transforman lo democrático, lo del pueblo, el derecho del ser humano a vivir en paz; ensuciando el devenir a su exigencia propia. Rodeados de una camarilla de pelotas, de testaferros, de leyes-chicle a su conveniencia, de mentiras que convierten en verdades, de verdades que no siéndolo las imponen como norma. Aquellos aupados por la democracia falsa y falaz de una temible y constante simiente muy proclive a la expansión de su virus.

El trozo de la bomba de 1936 está caliente por mi mano. La aparto con asco y desidia. La lanzo contra el paredón de los inocentes ajusticiados de todas las guerras. De todos los filos que deberán segar de raíz el cáncer amancebado de los responsables políticos y su ansia de poder.

(Luis Emilio Vallejo es técnico de Patrimonio Cultural del Ayuntamiento de Porcuna).

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