Un artículo de Andrés Ortiz Tafur / Fotografía de portada: Brumas matinales en la vega de Santiago de la Espada (Dionisio Marín)

El tiempo que se presta a dejarte oír el canto de los pájaros o las luchas territoriales de los gatos está abierto a convertirse en un problema. Puedes llegar el primer día y plantar una silla a los pies del huerto y sentarte en ella durante diez minutos, veinte o veinticinco. Hasta ahí bien. La dificultad asoma a la jornada siguiente o al cabo de unas semanas, cuando adviertes que la silla continúa impertérrita, vigilando el crecimiento de los tomates y pimientos, mientras que tus ganas de sentarte comienzan a escasear porque no tienes costumbre.

La costumbre se erige en una perfecta hacedora de desilusiones que maniobra como uno de esos espejos de gran aumento que empleamos para advertir los desperfectos de nuestro rostro: en este caso, descubrir que el tiempo, su paso al amparo del piar de los pájaros, se nos atraganta porque no sabemos cómo demonios maniobrar con él. Otra complicación que se repite con frecuencia es constatar en primera persona que la supervivencia de ese huerto necesita que amaguemos el lomo, y que esa acción, la de amagar el lomo, se expande muy por encima de los diez, veinte o veinticinco minutos. Una vez que se ha conseguido solventar esas dos contrariedades, el primer paso ya está dado y debemos centrarnos en el segundo: no solo de tomates y pimientos vive el hombre.

Existen oportunidades en la España vacía; de alguna manera ocurre lo mismo que con las enfermedades raras: el mero hecho de que se erijan en noticia supone un triunfo, porque, cuando menos, se logra que los políticos se sientan en la obligación de darse golpes en su pecho, asegurando su implicación en el tema. Y lo más primordial: a estas alturas, la gente ya sabe que el término prosperidad cosido a la imagen de una urbe se traduce, en infinidad de ocasiones, en míseros sueldos a cambio de inagotables jornadas laborales que te permiten, como mucho, sentarte durante diez o quince minutos en un sofá, al amparo del soniquete de un televisor.  

A vuela pluma: aquí, en Santiago-Pontones, no hay taller de chapa ni clínica dental. Sin embargo, vehículos y dientes sí tenemos; y pequeños accidentes y caries, también. Es verdad que quizá no en un número que traiga consigo una larga lista de espera, pero no es menos cierto que cuando uno o una elige vivir en el campo, en un pueblo, no persigue una agenda laboral que lo lleve con la lengua fuera de lunes a viernes, y que a poco que se ejerciten las sentadillas en la silla que hemos plantado a los pies del huerto se adquiere el favor del tiempo.

El tiempo que se presta a dejarte oír el canto de los pájaros y las luchas territoriales de los gatos es un hacedor de paz. Y la paz es el anillo de Gollum. 

El escritor Andrés Ortiz Tafur. Fotografía: Désiree Vicente.