Hermesenda Martínez escribe sobre las bondades del tren turístico de Orcera y sobre la nostalgia que producen los viajes de ida y vuelta

El último tren

«Qué tendrán los trenes que a su paso incitan a decir adiós y dibujan irremediablemente una sonrisa. en quien los ve pasar.
En éste bendito lugar, cuando dábamos todo por perdido, al fin llegó el tren.
No es de alta velocidad, es más bien machacón y lento pero en su agradable traqueteo, te transporta no sólo en el espacio, sino también en el tiempo a aquellos otros trenes de antaño.
Hablo de ese pequeño tren turístico que, con dos vagones a la zaga de una locomotora de estética vintage, recorre el casco antiguo del pueblo hasta salir a considerable altura entre pinos por calles empinadas y sinuosas, impensables a tramos; casi imposibles me parecieran, para el paso de un tren. Claro, sin tener yo en cuenta la destreza del maquinista y la paciencia y amabilidad de los vecinos que reciben con alegría al tren de las doce diariamente.
Los que viajamos en él, lo esperamos puntuales en cada parada y nos arremolinamos en cuanto escuchamos el son de la campana anunciando desde lejos su llegada. Después, la algarabía infantil, los buenos días de cada viajero que sube, conversaciones, risas…y allá que que vamos mecidos por su vaivén y acariciados por una brisa perfumada de pinos e higueras.
Calles empinadas, recodos, parras que sombrean las puertas de las casas que se abren al paso del tren; manos que saludan, sonrisas en las caras y macetas, muchas macetas que pintan de colores cada rincón del laberinto
De pronto, una vista casi cenital del pueblo y la brisa que se acentúa envolviéndonos en aromas cada vez más intensos, mientras las cigarras ponen banda sonora a la mañana con todas sus fuerzas.
Luego la bajada. Vueltas y revueltas de nuevo por calles blancas como olas espumosas entre un mar de olivos y al fin, el último tramo de huertos con Amurjo al fondo; lugar donde muere éste tren que ruge y hace sonar su silbato acompañado del chillerío infantil que se impacienta, deseoso de lanzarse al agua, mientras Ramón, el «maquinista», pone orden y pica los billetes.

Un viaje delicioso que me invita a soñar y me recuerda que es el último verano que viviré en ésta tierra. Entonces, se me nublan los ojos y me arrepiento de no haber tomado éste tren en años anteriores por no sé bien qué pudor injustificado.

Tomo éste último tren dispuesta a agotar todos los billetes y quién sabe si tal vez no sea el último; pero por si acaso, no quiero perderlo.
Tal vez no seas consciente, Ramón, pero estás fabricando con tu locomotora, recuerdos imborrables en todos ésos chiquillos que a diario te aturden con su griterío.
Y en silencio, para no distraer ninguno de mis sentidos, ésta pasajera ya muy lejos de la estación de la infancia, se deleita en el viaje con una mezcla de sentimientos que le nubla a diario la vista mientras también genera un recuerdo muy feliz.