Artículo de Gerardo Ruiz-Rico, catedrático de Derecho Constitucional

Fotografía de portada: Votación en un colegio electoral de Jaén en los comicios del pasado 28M. ÁLVARO TORRES

No estoy en absoluto de acuerdo con quien en su momento fue referente de la filosofía y la ética de este país (Sabater, El País 30 de junio). Estas elecciones sí que tienen que ver, y mucho, con nuestros derechos constitucionales, y con la posibilidad de poder ejercitarlos con el alcance que se ha logrado en estos años de democracia.

Sin pecar de tremendismo catastrofista, estoy convencido de que la España que surja de los resultados de los comicios del 23 de julio próximo puede ser irreconocible en poco tiempo. Especialmente si cae en manos de un gobierno insensible, o contrario incluso, a mantener los estándares de protección social que se han alcanzado en los últimos años. Algo que no tiene que ver con filocomunismos ni socialismos bananeros de un partido al que le han quitado incluso el nombre, para bautizarlo con el apellido del presidente del Gobierno (partido sanchista); con nulo respeto por supuesto hacia quienes puedan o podamos ser sus electores.

Lo que se ha conseguido ha sido a pesar de tantas dificultades objetivas como la pandemia o la guerra de Ucrania, que es también la nuestra en el fondo y la forma. En tan malos tiempos, la oposición de los partidos conservadores ha hecho gala de una nula lealtad constitucional, practicando, sistemáticamente y sin medida ninguna de la moral, el tiro al blanco con el Gobierno del Estado, mientras que vivíamos confinados y los sanitarios arriesgaban sus vidas por nosotros.

El mérito de haber salido, y de seguir saliendo de estos infortunios históricos hay que atribuirlo, qué duda cabe, a un Gobierno de coalición que ha funcionado pese a profetas nihilistas y aves mediáticas de mal agüero. Un ejecutivo que, en un balance general – en donde lógicamente existen errores- nos ha situado a la cabeza de Europa en muchos ámbitos. Merito que, sin embargo, no se aprecia en sus justos términos por una gran parte de la sociedad de la que es beneficiaria. En fin, este tipo de miopías ha sido corriente por desgracia, sumidos como estamos hoy en esa especie de “trumpismo” conservador a la europea.

Posiblemente esto es lo que más duele a la derecha política, y no sólo a la ultra derecha. Por eso hace tiempo se lanzaron ya a poner en práctica una política de difamación con la que sistemáticamente han tratado de deslegitimar, no sólo a unos partidos progresistas de izquierda, sino a los electores que les habíamos dado en su momento nuestro apoyo. En ese maniqueísmo, con ribetes de tardofranquismo, han construido un relato –eficaz sin duda- que divide en el fondo a la sociedad entre quienes defienden la auténtica España, la Constitución y la Libertad, y los que desde el otro lado hemos sido al parecer subcionados por el “monstruo malvado” , que no voy aquí a nombrar para no dar más pábulo a lo que me parece una forma indecente –creo que esta sería una correcta adjetivación – de hacer política.

Será una decisión “libre” de los españoles si finalmente se deciden a apoyar, mayoritariamente, a unos partidos que no dejan de hacer trampas y esconder sus cartas , con tal de llegar a ocupar el sueño dorado de la Moncloa. Los tahúres se apoyan en un juego falso de promesas sin decir realmente cómo nos quieren gobernar. Usan palabras grandilocuentes como “familia” o “nación” para vender un humo que esconde detrás las tradicionales políticas –escasamente públicas- de recortes; programas electorales que diseñan una sociedad liberada por fin de la “bestia negra” que ocupa el poder; ideologías que consideran a nuestros derechos como una “milonga” (lo dijo hace tiempo un insigne líder del partido que dirige hoy la Junta de Andalucía) a los que no hay que dar mucha importancia. En definitiva, el riesgo de ser engañados por la palabra mágica “Constitución”, utilizada eso si para legitimar la lectura más restrictiva de la idea que hay en ella del valor, principio y derecho a la igualdad; con la falsa promesa de una libertad

que garantizaría solo a una parte de la sociedad; la que tiene medios y recursos para evitar incluso los efectos negativos de la misma. De hecho asistimos, en algunos ayuntamientos gobernados por los partidos conservadores, a la implantación de una fina y sutil de censura a la libertad artística y de expresión. A esta forma de arrinconar o simplemente dejar en letra muerta nuestros derechos lo llaman ahora “derogar”.

El problema de este futuro en azul que pintan con sombrillas y en playas ficticias es que, si llega, será por la voluntad soberana de un pueblo que lo ha decidido así. Aunque esto no quiere decir que –en mi modesta opinión- se equivoque en la apreciación de una realidad, que no acierto a reconocer por ningún lado.