Sebastián Lozano plantea variantes que contribuyan a defender los valores que hoy propugnamos: la tolerancia y la integración religiosa.
SEBASTIÁN LOZANO
Campillo de Arenas ha celebrado sus fiestas patronales de moros y cristianos, lo mismo que Carchelejo. A ambos lados de mi huerta sonaban las tracas y cohetes. Las de Campillo saltando la Loma Jaral y el cerro del Castillo; y las de Carchelejo, más cerca, sólo brincando el cerro de la Mezquita. Hace años que no quiero asistir, desde que soy más consciente de lo profundo de su significado. Tras vencer al musulmán, el cristiano le ofrece el perdón si reconoce la virginidad de María. Tras un segundo combate, esta vez dialéctico, el moro termina aceptándola y convirtiéndose al cristianismo, pero el ejército moro cree que su embajador los ha traicionado y comienzan una última lucha contra los cristianos. Los moros son vencidos y todos abrazan la fe de Cristo.
Su teatro callejero de bandas ataviados de moros, unos, y de cristianos con uniforme de los ejércitos de final del XIX, otros, trasmiten un mensaje, más allá del folclore y la fiesta, de carácter supremacista e intolerancia religiosa que me resultan muy inoportunos y reprobables.
Busco en internet lo que hay publicado sobre estas fiestas y para mi sorpresa encuentro investigaciones académicas muy interesantes y todas coincidentes en muchas cosas: que son representaciones encuadradas dentro del género del teatro popular, como los autos de Reyes Magos, Pasiones vivientes y Pastoradas, bebiendo de comedias anónimas del Siglo de Oro, la que aparece como un nexo importante entre las representaciones de teatro antiguo y las actuales representaciones del drama-fiesta; que incluso sus orígenes más remotos habría que buscarlos en algunos autos sacramentales que escenificaban la lucha entre el Bien (Ángel) y el Mal (Lucifer), que al adaptarlos a la comedia pudieron transformarse en las luchas entre el cristiano (el bien) y el moro -turco o «extranjero»- (el mal).
Claro, ahora estamos ante un drama popular elevado a fiesta patronal.
Ser frontera durante varios siglos entre reinos cristianos y musulmanes, los conflictos de la rebelión de los moriscos en Granada, las invasiones turcas en las costas, son fuentes históricas que lo justifican, sin embargo, y en ello coinciden también todos los autores consultados, los textos del drama de moros y cristianos no pueden ser considerados como crónicas de lo sucedido. No hay fidelidad histórica posible cuando ni el vestuario tiene lógica alguna, con unos cristianos vestidos de soldados del XIX con escopetas y mosquetes de pólvora que nada tienen que ver con las luchas medievales de frontera. Todo está deformado, inventado, entremezclado, producto de arreglos de cada momento, de una memoria colectiva débil, resultando un relato dislocado. Los investigadores afirman que sus arreglos parecen escritos por poetas locales que desconocían la realidad y sin pretensiones de ningún tipo ni rigor, ni lo pretendían, pero que introdujeron, además, personajes históricos a su antojo y parlamentos copiados literalmente de otras obras clásicas que habían caído en sus manos, adaptándolas. Las embajadas de Carchelejo y Campillo de Arenas son casi copias literales y la estructura y contenido de la representación es muy parecida en todo el Levante español, Almería, Granada, Málaga y los cuatro pueblos de Jaén.
Más allá de las batallas, escaramuzas, arengas y arrogancias presentes, lo que sobresale es su dimensión religiosa, la conversión de los moros, que significa la manifestación de la superioridad del cristianismo sobre el islam, vertebrando toda la representación. Y yo coincido con todos los estudios en su significado simbólico, que resaltando la diferencia religiosa, a nadie se le oculta la vinculación, en el plano real, con la pugna por la hegemonía política y la preponderancia económica: lo que está en juego no es sólo la imagen robada, el personaje secuestrado o el castillo ocupado, sino en definitiva la conquista y posesión del territorio y sus riquezas.
“Moro” para este país es el musulmán del norte de África; y “cristiano”, el católico español, castellano o no, que se adhiere fervorosamente a los dogmas de la Iglesia y al imperio de las Españas.
En los parlamentos o discursos, hay debates acerca de la fe y las costumbres, en particular sobre determinadas cuestiones teológicas. En las escaramuzas armadas, se producen combates, que serán los que decidan en último término quién lleva razón; no sólo quién está en posesión de la verdad, sino, a la par, qué bando se hace con el objeto deseado y por añadidura se enseñorea de la tierra. Tanto en la primera como en la segunda parte, se repiten debates y combates, pero con resultado opuesto. En la primera fase, los moros salen victoriosos momentáneamente. En la segunda fase, los cristianos derrotan a los moros y los vencen definitivamente. Así, el desenlace resulta siempre favorable a los cristianos, que con su triunfo reafirman la verdad de su religión, recuperan lo perdido, legitiman su dominación y supremacía política y militar.
El núcleo de la discusión radica en dilucidar cuál es el verdadero Dios (mejor habría que decir cuál es la verdadera interpretación, puesto que todos hablan del único Dios), problema que depende del reconocimiento que se otorgue a Jesús como mesías, o a Mahoma como profeta. Cada cuál cree detentar la verdad y exhorta al otro a la conversión. La intención del debate no es puramente especulativa o proselitista, porque mediante él se busca justificar el derecho y la moral que regirá en la sociedad, así como legitimar el sistema de poder político que la gobernará. La presunción de cada bando de que la razón le asiste a él y no al otro acaba con cualquier escrúpulo para hacer uso de las armas y, quizá fiándose más de sus espadas y arcabuces que de sus razonamientos, pronuncian sus invocaciones religiosas y entablan un combate concebido míticamente como juicio de Dios. Todos sobreentienden que la victoria, en la que interviene el poder sobrenatural, revelará de parte de quién está el Altísimo.
Las representaciones de moros y cristianos desembocan en un desenlace del conflicto en el que, de algún modo, se supera la contradicción, siempre con el triunfo de la fe cristiana. Es lo que se expresa literariamente y políticamente. Pero las representaciones excluyen sistemáticamente la convivencia pacífica de las dos religiones, al tiempo que defienden la tesis indiscutible de la imposición de una sola verdad. Y es que la soberanía política se concibe como indivisible y absoluta. Por eso, sólo cuando se separen el poder político y la confesionalidad religiosa habrá espacio para el pluralismo religioso y la libertad de pensamiento.
Los dramas de moros y cristianos recogieron en su momento el conflicto y elaboraron una salida, pero no ofrecen una resolución satisfactoria (desde nuestro enfoque actual). El desenlace no aporta una verdadera solución, sino aquella que cabía dentro del marco histórico y los esquemas mentales donde se planteaba. Pero después vino la Ilustración, el proceso de industrialización y las revoluciones políticas de la burguesía, que dieron lugar a los derechos y libertades del individuo, entre ellos la libertad de conciencia o religiosa. Es cierto que la problemática religiosa ya ha sido otra, y la fricción con el islam se había enfriado completamente, en lo que respecta a Europa, aunque con la globalización se han reactivado las guerras religiosas desde la separación de Pakistán e India, las guerras de Israel con los países vecinos, el régimen teocrático de Irán, las masacres de Afganistán, Chechenia, Sudán, Irak, etc. El islamismo está cada vez más presente en el orden político y con facciones salafistas radicales, que utilizan métodos terroristas indiscriminados y a escala mundial. Por un lado, Occidente ha avanzado en la línea de la libertad religiosa, reconocida incluso por la Iglesia católica y recuperada por las sociedades que soportaron el ateísmo confesional soviético. Por otro lado, sin embargo, los mundos del islam se hallan sacudidos por oleadas de islamismo que reclaman la restauración de la sharía (legislación medieval que regula minuciosamente todos los aspectos de la vida), en total confusión de lo religioso y lo político y lo social. Los proyectos políticos islamistas de reconstituir el califato y conquistar el mundo, por delirantes que nos parezcan, movilizan a gentes de nuestras culturas y resurgen los mismos discursos del barroco, el de las representaciones populares y sus soluciones de supremacía y guerra religiosa, alimentadas hoy, sobre todo, por los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad.
Nos guste o no, estamos emplazados a buscar nuevas fórmulas que permitan defender los logros de la civilización, de la reforma, de la ilustración, de la mundialización, promoviendo un nuevo humanismo planetario por encima de todas las variantes de sectarismo.
Por eso hay que reflexionar sobre la fiesta e introducir variantes que contribuya a defender los valores que hoy propugnamos: la tolerancia y la integración religiosa.
Mi hijo y mi nuera, educadores sociales profesionalmente y en activo, este año llevaron a mi nieto a conocer las fiestas de mi pueblo. Tras la experiencia me dijeron que no querían que su hijo creciera escuchando los mensajes de intolerancia religiosa que se hacían en la fiesta, contrarios a los que ellos trabajan cada día en los centros de acogida.
Después de tantos años, habrá que estudiar cómo desde las responsabilidades públicas se diferencia una escenificación cultural, que se merece apoyar, reforzar y promocionar, – que no difunda mensajes de intolerancia-, con la columna vertebral de las fiestas locales, que sepa separar las celebraciones religiosas heredadas de siglos pasados con los valores actuales de humanismo, tolerancia, pluralismo religioso y libertad de conciencia.
(Mis fuentes bibliográficas históricas y literarias utilizadas han sido las de los autores Pedro Gómez García, Francisco Hernández María, Miguel Ángel Martínez Pozo, Enrique Fernández Hervás y Francisco Checa)