Tercer cuento galardonado en el Premio de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo

María Pedregal, de Leganés (Madrid), con “La tierra removida”, ha obtenido el tercer galardón de la cuarta edición del Premio Internacional de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo convocado por la Asociación Cultural ‘Másquecuentos’.

El primero en llegar lleva un sombrero de paja algo deshecho en el ala, una cinta negra con impresiones blancas circunda la copa. Camina entre los surcos, aún sin sembrar, deteniéndose aquí y allá. Desmorona con el pie algunos terrones, se agacha para palpar otros. Finalmente, construye un túmulo improvisado en un punto impreciso del terreno: aglutina la tierra con las manos y amontona los pedazos compactos, hasta que la altura alcanzada da prueba de la intencionalidad del monumento. Se marcha por donde ha llegado. Sus zancadas no son muy largas, ni el ritmo apresurado. El sol desprende gotas de sudor que viajan por la piel expuesta y enrojecida. Desaparece.
Más tarde, no sabrían precisar cuánto —no tienen conciencia del tiempo más allá de los las estaciones—, regresa el hombre, con un grupillo de otros hombres y mujeres. Buscan el túmulo, que el viento ha derribado, y hallan sus restos. No es más que un montoncillo de tierra suelta, entre la que despuntan algunas glebas, pero lo reconocen y plantan allí una estaca. Se mueven por el terreno, repiten las acciones del primer hombre. Plantan más estacas y las unen entre sí con un cordel. El tono blanquecino de la cuerda se confunde con la luminosidad del cielo. Cavan. Cuando el sol llega a su cenit, interrumpen su tarea y se guarecen bajo las hojas de ellos, de los otros. Separan la capa plateada de sus bocadillos y desprenden el pan con bocados amplios. Charlan y retiran con la mano el sudor que se les acumula en la frente. Pasado un rato —los otros no saben cuánto— retoman su actividad.
No alcanzan a adivinar su propósito, pero perciben la diferencia. Están habituados a la satisfactoria pesadez de los telones, que extienden como un manto sobre sus raíces, al movimiento rítmico de los vareos y al ocasional pinchazo, más agudo y fastidioso, de la vara eléctrica. Conocen también el perfume que de vez en cuando les rocían sobre la corteza, para ahuyentar a los jabalíes, y las redes de plástico que envuelven a los pimpollos y que los conejos roen. Las estacas, en cambio, y el cordel que tienden de una a otra, les son ajenos. Un ritual extraño.
Un vehículo se acerca al claro. La vibración se transmite por el suelo hasta llegar a ellos, en la linde. El sol incide sobre la chapa plateada y rebota en todas direcciones, creando una burbuja caliente a su alrededor. Se detiene en un extremo del terreno. La puerta del conductor se abre con rapidez, y un pie envuelto en una sandalia blanca asoma por el lateral del vehículo. Desciende una mujer menuda, siguiendo a la sandalia, y rodea el coche con pasos enérgicos. La puerta del pasajero se entreabre y ella tira del manillar para completar la acción desde el exterior. Una mano marchita despunta por el hueco, la mujer la sostiene con cuidado y una anciana emerge desde la penumbra interior del automóvil.
Se tambalea un poco al apoyar la rodilla izquierda, pero su paso es por lo demás firme. Está hecha al desnivel del terreno y se asienta bien sobre la tierra blanda. Sostiene una carpeta de cartón, desconchada en los bordes, que le tiembla junto al pecho. Todos se detienen cuando ella llega, y acuden a su lado. Ella deshace el lazo que mantiene unidas las cubiertas y extrae de su interior una imagen. Dos caras blanquinegras miran desde el papel a los congregados: un hombre de orejas sobresalientes y una mujer con el pelo oscuro. El contraste entre la melena y la palidez de la piel distrae por un momento a una de las mujeres, pero pronto desvía los ojos hacia el hombre bidimensional. Todos le miran mientras la anciana habla.
Ellos no reconocen a la pareja retratada —no podrían, no alcanzan a comprender el concepto de fotografía—, pero han reconocido el caminar sólido de la anciana. Recuerdan otra época en que sus pisadas eran más ligeras, pero anticipaban ya su vaivén característico. Un niña con trenzas oscuras y desmadejadas brincaba por el claro, y ellos se deleitaban con el estruendo callado que sus saltos provocaban en el suelo.
—¡Teresa! ¿Dónde te has metido? ¡Teresa! —gritaba una mujer paliducha. El vestido, demasiado ancho, se abombaba sobre la piel tirante—. ¡Teresa!
La niña se quedaba quieta, aguzaba el oído.
—¡Teresa, vuelve aquí ahora mismo!
Reconocía entonces a su madre, pero ignoraba la orden. Se quedaba en el claro, esperando. La mujer la alcanzaba y apresaba su muñeca, tiraba de ella con ademanes bruscos, pero la niña clavaba los talones y se resistía a abandonar el lugar.
—¿Es aquí, verdad, mamá? La tía dijo que fue aquí…
La mujer callaba y seguía tirando de la niña, que avanzaba arrastrando los pies.
—Mamá, ¿por qué? Yo quiero saber por qué…
En aquel entonces ellos todavía no la querían, aún no eran capaces de hacerlo. Ella era sólo una criatura que saltaba y trepaba por sus ramas. Se habían familiarizado con el dolor fugaz de sus tirones caprichosos, al arranchar una oliva o una hoja reseca, que luego desmenuzaba entre los dedos y dejaba abandonada en el suelo. Pero ninguna de estas cosas tenía significado. No eran más que un acontecimiento perdido entre la luz nutricia, el vuelo frenético de las perdices y el canto ventoso de las avutardas.
La anciana pone fin a su discurso. Mira uno por uno a los integrantes de su público —algunos le sostienen la mirada, otros desvían los ojos incómodos—, antes de posar la vista sobre la tierra revuelta a sus pies. Una zanja bordea el cordel que se extiende entre las estacas. La anciana hace amago de avanzar hacia el hoyo, pero la detiene la mujer de las sandalias blancas. Le coloca una mano sobre el antebrazo y aprieta ligeramente los dedos. «Aún nada». Las palabras ocupan el vacío que deja el claro en el paisaje. Se expanden por el terreno despejado hasta engullirlo todo, también el aire. Las dos mujeres regresan al vehículo, la mano de la más joven aún reposa sobre el brazo de la anciana. Los demás retoman sus tareas. Cavan.

Cuando nacieron eran como una piedrecilla apretada, rodeada de carnosidades que alguien se encargó de arrancarles. Pasaron algún tiempo en una oscuridad absoluta, sintiendo la tibieza del sol demasiado lejana, moviéndose con lentitud hacia ella, hasta alcanzarla. Experimentaron por primera vez el picotazo agudo de la luz sobre las hojas. Se descubrieron sedientos y palparon agradecidos la tierra humedecida que los rodeaba. Pronto las paredes que los contenían se volvieron demasiado estrechas, empezaron a constreñir sus raíces. Cuando sus cuidadores se percataron, los trasladaron al terreno que ahora habitan. Todo esto pasó mucho antes de que llegara el grupillo al claro, antes de que el viento derruyera el túmulo y antes de que el primer hombre lo construyese. Antes incluso de que naciera la anciana, cuya ausencia ahora les duele. No saben qué hacer de la emoción, se les antoja demasiado nueva e incognoscible.
El grupo sigue cavando. Se desplazan a lo largo de esa línea imaginaria que han marcado con el cordel y las estacas. Siguen sudando y guareciéndose bajo las ramas. Uno de los hombres, el más joven del grupo, arranca una hojilla que apenas germina. La desmenuza con la meticulosidad de un niño y derrama sus trozos sobre el suelo blando. Ellos, en respuesta, dejan caer una oliva que les resbala por el tronco y se une a la hoja despedazada. El hombre no se percata, se ha incorporado a la charla difusa de sus compañeros y gesticula con animación. Una mujer le tiende una lata fría y el joven se pone primero en cuclillas, pivotando sobre una mano que apoya al descuido junto a la oliva caída. Termina de incorporarse y se acerca a los demás. Permanece erguido, junto a la mujer que le ha ofrecido la lata, mientras apura su contenido. Cuando termina todos regresan a sus labores.
Los otros dejan de prestar atención a sus acciones. Se ensimisman en el recuerdo del picotazo. La presión en la ramilla, el daño fugaz y el alivio inmediato de la brisa. ¿Cuántas veces lo han experimentado? ¿Cuántas sin ser conscientes de su relevancia? De haber sido más rápidos sus movimientos, se habrían quitado de encima a la criatura con una sacudida vigorosa de sus ramas. Pero su capacidad para desplazarse es limitada, siempre lenta y trabajosa, siempre hacia arriba, como si el sol fuera un imán de carga opuesta. Entonces no lo sabían, no habían experimentado aún esa emoción insólita, que infecta todo su cuerpo y lo remueve, como los humanos en el claro remueven la tierra. No lo sabían y, de haber podido, se habrían deshecho de la criatura como ella se deshacía de las moscas que revoloteaban junto a su oreja, de un manotazo. El estallido de un pensamiento breve, apenas una sensación, seguido de un movimiento impulsivo y después, el olvido. Porque la mosca era demasiado insignificante para que la niña la recordara, y la niña demasiado fugaz para que ellos la tuvieran en cuenta.
Algo les hace volver su atención al claro. No se trata de un acontecimiento concreto, sino de una ausencia. Ya no perciben la vibración de las palas al hundirse en la tierra seca, el grito silencioso de los hierbajos arrancados, ni la cadencia arrítmica de las zancadas. Todo está quieto, también los humanos, que se reúnen formando un círculo en torno a un extremo de la zanja. Miran hacia abajo, las nucas enrojecidas apuntan al cielo. Uno de ellos alarga un brazo para posarlo en el hombro de su compañero. El contacto destensa los músculos de los dos. «Ya está», se repiten los unos a los otros. «Ya está. Lo hemos encontrado». El júbilo se revuelve en sus ánimos, pero no termina de abrirse camino. «Lo hemos encontrado».

Una vez, hace ya mucho tiempo, un jabalí fue a morir bajo sus ramas. El entramado de sombras que proyectaban cubría el cuerpo del animal mientras este se dejaba caer sobre el suelo, con un movimiento brusco, incontrolado. El aliento cada vez más tenue del cerdo levantaba una pequeña polvareda junto a su hocico. El aire abandonaba los orificios negros, como dos cuencas vacías, y empujaba la arenilla. La nube disminuía su tamaño con cada bocanada, las partículas revueltas se asentaban de nuevo en el suelo, poco a poco, hasta que el revuelo cesó por completo y el cuerpo de la bestia se transformó en un cadáver.
El animal se había internado lo suficiente en el olivar como para quedar oculto a la vista de cualquier transeúnte que recorriera el camino. Nadie vendría tampoco a trabajar las tierras. La vejez había alcanzado a su último cuidador, y el vareo se había convertido en una actividad excesiva para su cuerpo gastado. Hubo tiempo para que llegara el zorro que desgarró su carne, hurgando entre el músculo rojo, lamiendo la viscosidad prendida al esqueleto. También para que un vendaval revolviera la tierra y cubriera los restos con un velo rojizo, que se posó indistintamente sobre hueso, piel y gusanos. El cuerpo metamorfoseó en tierra y ellos tomaron parte en un inesperado banquete, se nutrieron de la sustancia que una vez fuera el animal.
Tardaron algún tiempo en identificar el cambio. Empezó siendo un cosquilleo en la corteza, como si un insecto les trepara tronco arriba. La sensación se hacía más intensa los días de lluvia, cuando el barro, maravillosamente húmedo, desprendía un frescor constante que se les filtraba en las raíces. Querían inclinarse hacia ese barro, como un junco manso al viento, rozar sus ramas contra el humedal. Anhelaban la presencia del limo sobre su corteza, la fricción contra una superficie lodosa. Sentían también otra clase de urgencias, más apremiantes. Querían embestir, hundir unos colmillos inexistentes en un cuerpo blando, hocicar en la tierra, perseguir olores… Pese a sus deseos, siguieron cuasi-inmóviles, respondiendo al tirón del sol con su habitual parsimonia.
Ahora vuelven a sentir la constricción de su naturaleza vegetal. Quieren levantar sus raíces, hacerlas emerger de ese mar terroso que las guarda, apoyarlas sobre su superficie y romper a caminar. Quieren acercarse a la zanja, inclinarse sobre el pequeño abismo, contemplarlo. Saben ya lo que el grupillo ha encontrado y una curiosidad retorcida les impele a mirarlo ellos mismos, pero no tienen ojos para recibir las imágenes, ni músculos con que impulsar su tronco. Si pudieran, después del vistazo, darían media vuelta, como el primer hombre, y descenderían por la carretera de tierra compacta hasta llegar al pueblo. Tienen recuerdos difusos, hechos de hileras de casas blancas, puertas cubiertas de mimbre y ventanucos reducidos. Saben que no son ellos quienes han almacenado esos recuerdos, pero los sienten propios. Reconocerían una casa en particular: estrecha, con un patio pequeño al fondo, y esperarían encontrar allí a la anciana. Pero permanecen junto al claro, separados por apenas unos pasos del hoyo reabierto, resistiéndose al apremio del sol, ignorando a consciencia las sensaciones que antes componían su existencia pausada y satisfecha.
Esperan la llegada de la anciana. Ahora que lo han encontrado volverá, tiene que hacerlo. No dará respuesta al interrogante que la acompaña desde la niñez —por qué, mamá, yo quiero saber por qué— pero sí al cuándo y al dónde. Lo que queda, después del tiro en la nuca, del hoyo y de los gusanos, le será devuelto. Pero tiene que acudir, comprobar que está ahí, contemplar cómo lo extraen hueso a hueso, cuidadosamente numerados, su posición diligentemente anotada en un cuaderno de campo. Esperan, mientras el sol cruza el cielo, pero la anciana no acude. El grupo recoge su equipo, devuelve a la zanja la tierra extraída y, finalmente, abandona el claro. Les llega la vibración del último vehículo al descender por la carretera, una tibia sacudida que llega a su fin con demasiada rapidez. No volverán, pero quizá lo haga la anciana, si no para recoger los restos, sí para visitar el lugar, un último gesto de despedida. Se colocará inadvertidamente, como hacía de niña, en el punto exacto donde el hombre disparó. Imaginará frente a ella una nuca descubierta, un cuerpo que se derrumba y desaparece en la tierra. Después regresará al camino, ellos sentirán la presión de sus pasos, primero un pie, después el otro y vuelta a empezar, hasta que su cadencia se pierda en la distancia y ellos se duelan de lo definitivo de ese adiós.
Esperan, inmersos en sus ciclos habituales. Regresa la lluvia y comprueban aliviados como remite su sed a medida que empapa la tierra. Se forman charcos en los desniveles, que los jabalíes aprovechan para revolcarse. Emergen exultantes, cubiertos de limo de pies a cabeza y se restriegan también contra su corteza. Pero ellos ya no anhelan la viscosidad del barro y no experimentan más que una ligera incomodidad con los refregones y la abrasión del aire en la resina, cuando les arrancan por accidente un pedazo de corteza. Se preguntan si este despertar de los recuerdos ha servido de algo, o solo los ha condenado a esperar una presencia que no llega.
Tienden de nuevo los telones, confinando la escasa calidez del terreno. Sacuden sus ramas con varas de madera y perciben el goteo frenético de las aceitunas, que rebotan sobre la tela, chocan entre sí y terminan por amontonarse unas sobre otras. Regresa también el perfume en la corteza: el líquido ácido les resbala por el tronco y los jabalíes resoplan, expanden sus fosas nasales con disgusto, y pasan de largo, trotando a ritmo ligero. Vuelven a sufrir los golpes certeros de la hachilla que los despoja de las ramas nuevas. Cada una de sus experiencias conocidas regresa, ocupando su posición en el ciclo. Los perdigones rompen sus cáscaras y salen al mundo, indefensos y mucosos. Adquieren pronto la agilidad de sus madres y se desplazan por el campo como pequeños remolinos de plumas y patas de alambre. La espera se dilata, se vuelve rutinaria: las golondrinas se arrullan, el sol pica, ellos esperan… Olvidan a quien.

En el pueblo, un niño contempla la mesa extendida frente a él. Lo han introducido en una trona, desde la que se agita y se impulsa hacia adelante, intentando alcanzar los alimentos expuestos. Una mujer con sandalias blancas se le acerca y le hace un arrullo, le peina con los dedos los mechones oscuros. «Ya comemos, Juan, ya comemos». Un aparato pita en la cocina, ella suelta al niño y se aleja en dirección al sonido. Él devuelve su atención al festín sobre la superficie de madera. Frente a él han colocado una botella de cuello fino, colmada de un líquido áureo y espeso. El sol incide sobre el cristal y lo hace brillar. El niño se revuelve, abre y cierra los puños, se dobla sobre la mesita de la trona. Le gusta el reflejo del sol sobre el vidrio, quiere llegar al fulgor y atraparlo entre los dedos. Su cara adquiere un tinte rojizo por el esfuerzo infructuoso.
De pronto, ceden las correas que lo retienen. La hebilla estaba suelta y no ha soportado los estirones. Aún se interpone la mesita entre él y el banquete, pero ahora puede reclinarse sobre ella, deslizarse un poco hacia el borde. Extiende otra vez los brazos, con los ojos cerrados y barre el espacio frente a él. Su mano golpea el cristal y la botella cae hasta una posición horizontal. El aceite mana por la boquilla, calando en la madera y pringando los dedos del niño, que aún tiende los brazos hacia delante. La humedad repentina lo sorprende y se repliega en el asiento. Mira su mano brillante, se la restriega por la mejilla e inicia un sendero irregular hasta alcanzarse la boca.
—¡Juan! —exclama su madre— ¿Qué estás comiendo?