Relato de Mariano Jurado que recrea el duro trabajo al que se enfrentaban los antiguos olivareros

¿Qué sería?» es el título del relato enviado por el autor Mariano Jurado A. «Recuerdos del olivar y de sus duros trabajos. Preguntas y reflexiones necesarias para encarar el futuro».

Así describe su obra y nos anima a leerla. Participa en el V Premio Internacional de Relato sobre el Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo.

MARIANO JURADO A.

¿Qué sería de las personas sin el aceite de oliva,

qué sería de mi Andalucía…

qué sería de la historia de la humanidad sin olivos?

El olivo, los olivares están ahí: duros, humildes, callados… resistiendo escarchas y sequías durante milenios. Ahí están, anclados a la tierra árida para darnos sus frutos de vida. Su tronco áspero se retuerce de fatigas; mientras sus hojas, se hacen plata con la luna y  mar de olas verdes por el día.

Redondos, mágicos… es nuestro mayor patrimonio económico, alimenticio y paisajístico. Pulmón verde, creador de vida desde la sierra a la campiña.

La “gracia divina” junto al duro trabajo de mujeres y hombres, hacen el milagro año tras año de las aceitunas maduras. El símbolo de la paz se hace aceite para empapar el pan, para alimentar bocas pequeñas y grandes. Su energía llena de sol, ilumina en el candil a los humildes cuando se sublima hecha llama en las noches cerradas, en las noches oscuras. Es bálsamo de culitos pequeños y sanador de heridas. Ungüento de manos secas, de manos curtidas por el trabajo en el campo… relleno de grietas y de estrías. Hecho jabón, lava y esclarece las trabajadas camisas

Sagrado aceite, santo oleo de fe que suaviza el camino de partida al final de la vida.

Todo empezó con la voluntad y la confianza un lejano día. Empezó con amor a la tierra, preparando los hoyos de un metro cúbico, abiertos a pico y pala. Después de aireados estos hoyos, en otoño, dos o tres estacas de olivo joven  se pusieron en el fondo sobre una cama de estiércol y la tierra apretada sobre ellas en las primeras capas. Se seguía rellenando el hoyo con tierra suelta encima. Tierra aireada y sin piedras, hasta un poco antes de llenarlo. Pasado un mes, empezarán a salir  con fuerza unos varetones que serán los pies del futuro olivo. Habrá que cuidarlos con mimo y trabajo durante varios años, antes de que den los primeros frutos.

Aquella inversión de trabajo y años florece tímidamente en primavera y, al cuajar los primeros frutos consolidan la esperanza.

Mientras tanto, y en la larga espera, entre las camadas de los olivos jóvenes mi padre sembraba habas, garbanzos, melones… cualquier cultivo que ayudara a la economía de casa.

Los casi cien olivos jóvenes que se plantaron en el “camino Colorao” no dejan de dar trabajo. Este año parece que el esfuerzo se verá compensado con la recogida en noviembre de la aceituna de verdeo para consumo de mesa. Más tarde, si el ciclo de lluvias, la floración, el calor y el trabajo es el adecuado, vendrá la recogida de la cosecha de aceituna. Antes de navidad todo el pueblo se moviliza para dar algunos jornales y pagar las deudas contraídas.

Cuadrillas de vareadores, mujeres y niños que ya no van a la escuela, caminan en las mañanas frías por los caminos de la campiña y la sierra en busca del tajo. Ellos cargados con sus varas pulidas de avellano; con pelliza, boina negra y los pantalones raídos… remendados. En una mano las riendas del mulo, en la otra la vara y un esportón colgado. Ellas, con los refajos ceñidos a la cintura. Pantalones gastados, rodilleras y un pañuelo a la cara bien ajustado. Bajo el brazo una espuerta de esparto, dentro: la bota de vino y la comida del día preparada para comer en el olivar. El capataz mandará hacer un fuego al llegar; para quitar el frío de las manos heladas por la escarcha y calentar después la comida. Los mulos cargan la limpia, los sacos, los cantaros de agua y lo más pesado. Los niños corren y saltan por el camino,  ajenos al frío y al cansancio.

Las aceitunas de los olivos caen a tierra peinadas delicadamente por las varas. En el olivar chasquea el avellano  entre las ramas. Mientras, cantan coplillas aludiendo amores entre los jóvenes de la cuadrilla; los enamorados callan ruborizados mientras se miran.

Las tres o cuatro mujeres de cada vara recogen las aceitunas de rodillas, en las espuertas alrededor del olivo; de fuera hacia dentro hasta llegar al tronco. Después pasan por “la limpia” para quitar los tallos y las piedras, antes de ponerlas en los sacos y cerrarlos.

A media tarde se cargaba cada mulo con cuatro o cinco sacos, para llevarlos al molino. El mulero era un auténtico artista para cargar sobre las albardas y equilibrar los sacos con cinchas para que le caigan por los tortuosos caminos. Largas reatas de borricos y mulos cargados pasaban por las calles embarradas camino a la almazara.

Antes de la caída del sol volvían las cuadrillas al pueblo. Las chicas jóvenes, cantan alegres por el camino de vuelta. Se lavaban las manos con naranjas agrias para dejarlas limpias, suaves y blancas. Las madres ya iban pensando en las faenas de casa: en la comida del día siguiente, encender el brasero,  bañar los niños… los hombres se harán unos vinos en el “ventorrillo” antes de cenar, antes de llegar a casa para lavarse, descansar y dormir. En los olivares más lejanos, los de la sierra, las cuadrillas pasaban largas temporadas viviendo en los cortijos antes de volver al pueblo.

En aquellos largos inviernos todo el pueblo vivía alrededor del olivar y de la recogida de la aceituna. Los olores, el color del río y de las calles, las escarchas, los días de niebla, las comidas, los sabañones en las orejas… era el decorado normal que a nadie extrañaba.

En el molino, montañas de aceitunas esperan para ser molturadas por los grandes conos de piedra blanca que giran sin parar entre nubes del vapor de agua. Los capachos redondos de esparto en la prensa. Entre los capachos las capas de pasta morada, ya empiezan a rezumar lágrimas de aceite y agua. Juntos, hermanados, después de prensados, discurren por canalillos blancos camino a las balsas. Allí, por razones de gravedad y peso, el aceite pasa de una a otra balsa con calma, dejando atrás el agua… al llegar a la última, el aceite puro espera al pan para empaparlo de sol y gracia.

No, no siento nostalgia de aquel pasado. Son los recuerdos grabados de mi infancia, de un tiempo lejano que no idealizo; aunque siento que es la base y el sustento de lo que somos ahora.

Creo que casi todo ha evolucionado a mejor: en higiene, en producción, en la menor dureza del trabajo, en calidad… todo está mecanizado. Ya no huele el pueblo a “aceitunas fermentadas”, no mueren los peces y el río baja claro… El trabajo de mujeres y hombres, a pesar de la dureza, es más humano y está mejor valorado. La calidad está asegurada. Ya no sale de la cooperativa a granel el aceite, “casi regalado”. Siento, y me duele, que no haya un reparto más justo de la riqueza del olivar y del trabajo de la tierra. No me parece bien, que al final de cada cosecha, solo queden migajas para los que la trabajan con tanto amor y esfuerzo.

Pero… siempre hay peros, y margen de mejoras en todos los ámbitos.

La visión de futuro y respeto a la tierra ha de mejorar mucho, en mi opinión. Todo no vale, en una explotación a beneficio máximo y rápido, año tras año. El olivar es un ecosistema de vida compartida: de personas, de flora y de fauna que se complementan y se necesitan. Eliminar, con productos químicos intensivos, sin control  ni respeto, la rica flora y fauna asociada a la tierra del olivar, rompe esta cadena interdependiente que nos dará algún beneficio hoy y, miseria mañana.

Recuerdo aquellos olivares alfombrados de vinagrillos amarillos y jaramagos blancos que mantenían la humedad, fijaban el sustrato orgánico y eran el alimento de las abejas polinizadoras, de insectos y de pájaros. Recuerdo, en las lindes de piedras apiladas ver florecer los lentiscos, los romeros, las retamas amarillas, los ricos espárragos… y el musgo aterciopelado en las umbrías. Estas lindes eran el hábitat perfecto de insectos, de culebras, de lagartijas y lagartos en un equilibrio armónico con los mochuelos y lechuzas, con las perdices, las tórtolas, los jilgueros y una infinidad de pájaros… que anidaban en  el olivar vivo y dinámico.

Ahora, al pasear por algunos olivares, me parece que estoy andando por un paisaje lunar sin vida: limpio y lleno  de silencio… sin pájaros cantando, sin chicharras, sin lindes, sin piedras ni  lagartijas corriendo. Parece un solar yermo, donde la poca lluvia que cae pasa rápida haciendo regajos, arrastrando la tierra y descubriendo las raíces.   Todo está pensado para la recogida con “sopladores”, sin cuadrillas y muchas máquinas. Solo importa el rendimiento a corto plazo.

La naturaleza nos habla y nos da señales, tenemos ser capaces de escucharlas, de ver e interpretar bien esas llamadas. Somos tierra, somos agua, somos aire, somos fuego… Necesitamos volver a la humildad de la tierra, sentir sus latidos, pensar y actuar con total coherencia. Actuar en la esencia es actuar a nuestro favor, teniendo como el mejor aliado a toda la naturaleza.

Sé que no es fácil en un mercado egoísta, de feroz competencia.   Sé que el pequeño agricultor y los jornaleros están solos, en un mundo globalizado de grandes monopolios sin escrúpulos.

También sé que somos un pueblo duro y flexible, que nunca se rinde… como aquellos “varetones” que hoy son olivos fuertes y sanos. Tenemos que saber, que la coherencia nace de la experiencia, pero que ésta tiene que estar acompañada siempre de la búsqueda con visión de futuro, del respeto a la naturaleza y la ética.

Unidos, juntos en la defensa de la tierra haremos realidad el sueño de vivir dignamente de nuestros olivares.

Si no lo hacemos ya… ¿qué será de mi Andalucía…?