Jacinto Arias, segundo clasificado del IV Premio Internacional de Relato corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo
Jacinto Arias, de Jaén, ha obtenido el segundo premio de la cuarta edición del Premio Internacional de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo. Lo ha hecho con su relato titulado «Sangre Dorada».
Había pasado la noche con fiebre, delirando entre sudores y posturas incómodas. Cuando se levantó, no sin esfuerzo, le golpeó el olor. Patty había dejado una cafetera preparada antes de marcharse a la oficina. Atravesó el salón, diáfano y compartido con la cocina, y se llenó una taza.
Corrió las cortinas y la claridad de la mañana le hizo retroceder varios pasos, derramando en el gesto un poco de café sobre el parqué. Entornó los ojos y oteó el paisaje a través de los ventanales. El sol se reflejaba en las tranquilas aguas del East River. Era navidad y, como cada año, en las avenidas y parques se mezclaban los residentes con millares de turistas venidos desde cualquier rincón del mundo. Obi se acercó al cristal y perdió la vista en el skyline de Manhattan. Mientras lo hacía, intentaba resucitar algún pasaje de aquellos delirios que lo habían atenazado durante la madrugada. No lo consiguió.
Con los ojos hundidos, un dolor permanente en las sienes y la taza vacía depositada en el fregadero, se marchó del salón. Miró el reloj y le invadió la frustración, a esa hora ya tendría que tener los materiales preparados.
El estudio era una pieza luminosa y amplia. Decenas de cuadros se agrupaban por el suelo, unos junto a otros, en visible desorden. En una estantería, tan alta como ancha, estaban almacenados todo tipo de utensilios: cuadernos, tubos de óleo, paletas, telas, espátulas, botes con esencia de crementina y un sin fin de pinceles. Un taburete, una mesa amplia y una pila conformaban el resto de mobiliario.
Obi era uno de los pintores emergentes mejor valorados de Queens. Su estilo se basaba en retratar rincones emblemáticos de la ciudad de Nueva York añadiéndoles elementos históricos. Conocidos eran su Empire State sobrevolado por avionetas wright flyer, las galerías del MoMA repletas de colonos neerlandeses o el Puente de Brooklyn atravesado por una comitiva de furiosos Mohicanos a caballo.
Se situó frente al lienzo que descansaba sobre el caballete. Después se fijó en la foto que tenía anclada mediante una chincheta en la esquina superior derecha. Escrutó la inconclusa obra a la par que se rascaba el mentón. Había un elemento que no se correspondía con el boceto. Se trataba de un árbol extraño; tres troncos emergían de la tierra retorciéndose. Sujetaban, como ofreciéndolas al cielo, una aglomeración de ramas cubiertas por perladas hojas verdecinas.
El día anterior estuvo trabajando hasta avanzada la medianoche cuando, con un pronunciado malestar, se vio obligado a retirarse a la cama. Retrocedió unos metros para ganar perspectiva. Negó con la cabeza y dejó escapar un suspiro. No, no recordaba haberlo pintado.
Al mediodía llegó Patty. Además de su habitual buen humor, traía consigo un paquete.
— ¡Tachán! —exclamó al descubrir el contenido—. ¡Ya tenemos el disco!
Se levantó del taburete y la abrazó. Sabía la importancia que tenía para ella la materialización de aquel proyecto.
— Me muero por escucharlo.
Le quitó el CD de las manos y caminó hasta el salón. Observó la carátula; Patty y el resto de la banda aparecían sentados en una mesa con el rostro oculto tras unas máscaras de simio. Comían fajos de dinero con cuchillo y tenedor. Él les había diseñado la tipografía del título, en el cual se leía: Cárceles urbanas. Lo introdujo en el equipo de sonido e instantes después la voz de Patty se deslizaba por los muros del ático. Tomaron asiento en el sofá y, sin decirse nada, escucharon.
— Este es el single —advirtió ella, justo al comienzo de la quinta canción.
Una trompeta irrumpió del silencio, enhebrando con acierto varias notas en el aire hasta que fue acompañada por un saxofón. Más tarde entró un piano y la potente voz.
“La luz a través de las rejas, la sombra de los barrotes tatuada en mi piel, un viejo carcelero al que apodan tiempo nos vigila, sonríe con tristeza…”.
Durante el almuerzo, volvía a contarle cómo fue el proceso de grabación. También le habló de la monótona jornada en las oficinas y de otras muchas cosas. Obi no consiguió prestarle atención. En su mente existía una preocupación que lo mantenía atrapado en rumiaciones circulares.
Al finalizar la comida y con el apartamento en completo silencio, le pidió que lo acompañara al estudio.
— No has progresado mucho, ¿no?
— Aún me siento un poco convaleciente —Se excusó.
— ¡Es cierto! —exclamó abriendo los párpados. La claridad de la habitación resaltaba el azul de su iris. Añadió—: Con la emoción lo había olvidado.
— No tiene importancia, estoy mejor que anoche. Mira, ¿qué ves? —Obi señaló el lienzo.
— Sheep Meadow, en Central Park. Aunque no recuerdo que hubiese ningún árbol en mitad del césped.
— ¡Exacto! ¡No lo recuerdas porque no debería estar ahí! La idea era representar una reunión de los Hijos de la Libertad. Una especie de picnic con manteles, aperitivos y una gran bandera de nueve franjas. ¡Pero este árbol, en mitad de la escena, lo estropea todo!
Patty enarcó las cejas y un mar de arrugas se dibujaron en su rostro. Tras un breve silencio, preguntó:
— ¿Y por qué demonios lo has pintado?
— Eso es lo extraño. Estoy casi seguro de que no lo he hecho.
— ¿Cómo?
— No recuerdo…, juraría que anoche…, diría que no estaba ahí —titubeó. Se palpó la frente y comprobó que estaba ardiendo—. Ni siquiera sé qué tipo de árbol es.
— ¿Te encuentras bien?
— Sí, sí. Es solo la maldita fiebre.
— Será mejor que descanses, cariño.
Ya en la cama, Patty le llevó un vaso de agua con una pastilla efervescente en el interior. Tumbado y con un dolor atroz de cabeza, se adormecía viendo cómo la aspirina se deshacía en mil burbujas.
Despertó cuando lo últimos rayos de sol se colaban por los agujeros de la persiana, salpicando de lunares la pared del dormitorio. Había vuelto a tener pesadillas, pero, en esta ocasión, logró rescatar apenas unos fragmentos de ese olvido onírico que es el despertar. Recordaba el frío, las cuestas pronunciadas, el sonido distante y embriagador de unas campanas y, sobre todo, el misterioso árbol. Los había a millares, esparcidos en el paisaje allá donde uno pudiera sostener la mirada.
— ¿Cómo te encuentras? —interrogó Patty nada más verlo aparecer en el salón.
El volumen de la televisión estaba al mínimo. Sobre la mesa había una bolsa de pan en rebanadas, un plato y un bote de crema de cacahuete.
— Algo mejor…, aunque aún me noto fatigado.
— Tardarás unos días en recuperarte. ¿Quieres uno?
Obi negó con la mano; de inmediato, levantó los cojines, trasteó los estantes de los muebles y rebuscó entre los objetos esparcidos sobre la encimera de la cocina.
—¿Qué has perdido?
— Mi teléfono, no sé dónde lo he dejado.
Patty cogió su móvil y lo llamó. Hubo unos instantes de tensión absurda a la que puso fin el timbre de una melodía.
— Parece que viene del estudio —sugirió desde el sofá.
Recorrió el oscuro pasillo hasta dar con la puerta. Entró y vio la sala iluminada de un tenue brillo azul. La pantalla estaba encendida. Miró la notificación: Llamada perdida de Mi Amor. Agarró el dispositivo y se giró. Se topó de frente con la pintura. Vislumbró formas en la oscuridad y, de manera automática, su rostro adquirió un rictus de furia. Fue hasta el interruptor y lo golpeó con más fuerza de la necesaria. Cuatro fluorescentes inundaron la estancia de luz al instante.
— Dios mío… —susurró antes de apretar la mandíbula.
Regresó al salón con la respiración alterada.
— ¿Me tomas el pelo? —irrumpió en el salón y se plantó frente a ella, que lo observó sorprendida mientras mordía el sándwich.
— ¿Qué?
— No disimules. Has pintado sobre el lienzo. ¡Ahora lo entiendo, hiciste también aquel dichoso árbol!
— ¿Estás insinuando lo que creo? —preguntó masticando. Tragó el bocado y, elevando el tono, añadió—: ¡No, qué narices, lo estás diciendo! ¡Yo jamás tocaría tus obras!
Obi, que tenía los brazos en jarra, deshizo la postura y señaló a su novia. Fue entonces cuando vio, en el dedo índice, la pincelada. Guardó silencio y descubrió que tenía las manos llenas de pintura.
— ¿Tú me has visto salir del dormitorio?
— He pasado la tarde fuera, durante el almuerzo te dije que hoy era el cumpleaños de Christine —contestó hosca y, al ver la cara desencajada de Obi, se le acercó—. ¿Qué sucede?
Sin decir nada, este regresó al estudio y ella lo siguió. Se postraron frente al cuadro y guardaron silencio.
— Desde luego, no parecen los Hijos de la Libertad. ¿Por qué golpean el árbol?
— No tengo la menor idea —sentenció.
Patty se giró y lo miró con dureza.
— ¿De verdad no recuerdas haberlo pintado? A veces, cuando uno se sumerge en el proceso creativo, puede perder la noción del tiempo, ya sabes, el contacto con la realidad. Quizá sea eso lo que te ocurre.
Obi negó con la cabeza. Los nervios le perfilaron una sonrisa horrible en la boca.
— Si es una especie de broma, no tiene ninguna gracia. Me estás preocupando.
— Te juro que no lo he pintado yo —contempló de nuevo sus manos—. Es decir, no recuerdo haberlo hecho. Debe ser por el estrés.
— Es posible. En cualquier caso, el lunes pediremos cita para el neurólogo.
— ¿Qué neurólogo? —contestó nervioso. Desde la muerte de su madre, tras un maratón de quimioterapia, quirófanos y analíticas, los doctores le hacían sudar de pavor—. Te digo que es culpa del agobio. Nada más. Tengo la maldita fecha de entrega subida a la chepa. Debe tratarse de algún tipo de amnesia temporal ansiosamente estresante. Maldita sea, ni siquiera sé si eso existe…
— Tranquilo, tranquilo… —susurró abrazándolo.
La leve presión de los brazos y el roce del pelo en su rostro formaron una extraña panacea contra la ansiedad. Poco después abandonaron la estancia que, de nuevo, se vio relegada a las tinieblas. Allí, como títeres sin público, permanecieron inmóviles una cuadrilla de aceituneros. Vareaban el resiliente olivo que había nacido en mitad de Central Park.
Le costó seguir las lindes del sueño, quizá por la descontrolada siesta o porque la fiebre volvía a hacer hervir las aguas de su psique. Luchaba contra unas calores antónimas de la fría noche exterior, así como con las inesperadas tiritonas que llegaban cuando abandonaba las mantas. Durante la vigilia recibió la visita de aquellas candentes visiones: la ciudad cuesta arriba, escondida entre peñas, custodiada por un escuadrón que se contabilizaba en millones. Un ejército verde que no solo la definía y rodeaba, sino que a su vez la nutría de oro. De nuevo, las campanas lejanas, la Cruz rasgando el cielo y cortando un aire tan frío que se amarraba a las costillas. La voz susurrante, seguida de la imagen nítida de una mujer centenaria. La negrura, la calma y el telón que se abría o, según la platea, se cerraba.
La claridad era apenas un aviso del venidero día. Patty seguía durmiendo, circunstancia que hizo recordar a Obi que el fin de semana acababa de empezar. Se levantó y dio varios pasos en falso antes de perder el equilibrio. Se apoyó contra la pared y observó a su compañera con temor de haberla despertado en el traspié. No fue así. Cogió aire y salió del dormitorio con tanto sigilo como fue capaz.
Antes de que se deshiciese, aún a tiempo de atrapar la imagen con óleos, se introdujo en el estudio. Sobre un nuevo lienzo y armado con un carbón, comenzó a hurgar en la memoria con trazos suaves, pero incesantes.
Cuando Patty fue en su busca, lo encontró con la paleta en la mano, ensimismado en dar con el tono adecuado.
— Buenos días.
Obi se giró sorprendido.
— ¡Buenos días! ¿Cómo has dormido?
— He pasado frío, pero bien. ¿Y tú? ¿Has tenido fiebre?
— Creo que no —mintió, intentando mitigar en su compañera aquella idea del neurólogo.
Colocándose tras su espalda y aprisionándolo con los brazos, preguntó:
— ¿Quién es?
— Aún no sé su nombre. He soñado con ella esta noche.
— No te obsesiones —Lo besó debajo del cuello y se dirigió hasta la puerta—. Por cierto, voy a ir con mi madre a Center Mall, necesita unas cortinas nuevas. De paso, aprovecharemos para comer allí. ¿Quieres acompañarnos?
— Preferiría quedarme y descansar.
— Lo entiendo. ¿Te importa que ponga el disco durante el desayuno?
— No, adelante. Monos con chaqueta y corbata son mi nuevo grupo favorito.
Patty sonrió y desapareció por el pasillo.
Con el boceto terminado y el ático contoneándose bajo las instrumentales que caracterizan al jazz, Obi comenzó a dar color y relieve al retrato. Estaba tan abstraído que se despidió de manera autómata. La música seguía sonando y los ojos amarillos de la mujer ya reflejaban personalidad. Poco a poco fue formando el rostro, cuarteado y de color pardo. Más tarde llegaron los tres cuellos y, por último, el cabello. En lugar de pelo, la anciana lucía incontables ramas, cuyos rizos no eran otros que pequeños frutos. Mientras mezclaba colores en un resquicio libre de la paleta, fue consciente de que la melodía había cambiado. Salió a prisa en dirección al salón; escuchaba las guitarras, los taconeos, las palmas y el quejío de una voz ronca y profunda. Podía sentir la zozobra en su pecho, la mística y arcaica reunión en torno a un fuego bajo el destello de las estrellas. Cuando entró en la sala, la encontró sumida en un rotundo silencio. De pronto, todo perdió magnitud y, tras un golpe amortiguado, la oscuridad lo atrapó. El ático se desvaneció y la realidad se contrajo sobre sí misma.
Antes de despertar, justo antes de ser verdaderamente consciente, escuchó las voces que venían desde abajo. Alguien hablaba. Abrió los ojos y reconoció las formas en la penumbra de su habitación: el caballete, el escritorio, la bicicleta y una montaña de ropa sucia en una esquina. La alarma del móvil volvió a sonar. La inconfundible voz de Camarón de la Isla le avisaba de que el día comenzaba. Deslizó el dedo sobre la pantalla y aquel jolgorio se silenció. La luz que se filtraba bajo la puerta desapareció y entró su madre.
— Carlos, vamos, son las siete.
— Voy —contestó con un hilo de voz.
Mientras se calzaba las botas, que aún mantenían una capa de barro seco en las suelas, echó un vistazo al cuadro que había sobre el caballete. Era la célebre Quinta Avenida.
Ya en el todoterreno, sentado en mitad de sus hermanos mayores, observaba los carriles que abandonaban la ciudad y lo sumergían en el mar de olivos. Esa noche había vuelto a soñar con ser pintor. Un anhelo que se repetía, a veces incluso con los ojos abiertos, pero su realidad se encontraba en las antípodas de aquella idílica vida artística.
Su madre se giró desde el asiento del copiloto y le habló:
— A ver qué tal la fiebre —dijo, sacándolo del ensimismamiento. Le colocó el dorso de la mano en la frente y movió la cabeza de un lado a otro—. Puede que unas décimas, nada importante. En el primer descanso te tomas los analgésicos.
No demasiado después, ya se encontraban en plena faena; arrastraba los lienzos y recogía las aceitunas que el suelo trataba de esconder entre barro, piedras y hojas. El frío, pendenciero y socarrón, dejaría paso al calor que provoca el movimiento y la posición más vertical del sol. Entre bancales y ruidos de varas acariciando con precisión las ramas, solían trascurrir fugaces las primeras horas.
A eso del mediodía, la cuadrilla almorzaba entre los recovecos que ofrecía el Cerro Zumbel, al sur de Jaén. La ansiada talega la conformaban raciones de tortilla de patatas, pimientos verdes asados, pipirrana y filetes de ternera empanados. Una bota de vino para los adultos, que alardeaban de puntería con más o menos éxito. Los muchachos reían y se apañaban con garrafas de agua forradas de poliuretano y algún que otro descascarillado botijo.
Carlos contempló su alrededor. Obi y Patty ya formaban parte de aquellas vidas que nacen en la noche más negra y mueren con los primeros jirones de sol. A pesar de que el muchacho era testigo directo, no podía percibir cómo las cequias colindantes empañaban con sus susurros el brillo del East River, cómo la Catedral de la Asunción asomaba sus torres doradas por encima del barrio de la Alcantarilla y minimizaban, de esta manera, las vistas del Skyline de Manhattan. Para entonces, el monte Jabalcuz constituía toda referencia lejana, y los olivos, perpetuos, centenarios, hermafroditas y de sangre dorada, aguardaban en los gélidos meses jiennenses la visita certera de sus recolectores. Abrazaban con calidez a familias numerosas, rostros curtidos y turistas del hambre.