Andrés Ortiz Tafur reflexiona en este artículo sobre el compromiso de acercar todos los servicios básicos a menos de media hora de los núcleos rurales

FOTOGRAFÍA: Aldeas de la Vega en el municipio de Santiago-Pontones.

(Artículo de ANDRÉS ORTIZ TAFUR publicado el 17 de mayo en la sección de Opinión del diario EL PAÍS)

Desde la azotea del edificio en el que trabajo veo la torre de la iglesia, el barrio Alto, el de La Lobera y los primeros pinos de repoblación que se expanden buscando la carretera de Despiernacaballos, La Toba, Huelga Utrera, Venta Rampias, Garrote Gordo, Segura, Orcera, el mundo. Me pregunto si existirá en la península otro municipio tan alejado de su capital de provincia. En los coches antiguos reinan las matrículas de Murcia; las mujeres suelen parir en Baza o en Úbeda -a poco menos de dos horas o a dos horas y pico, respectivamente- y el crematorio más cercano queda como a una hora y diez minutos de viaje por una carretera que, por necesidad orográfica, está hasta las trancas de curvas. Claro que entonces ya no hay prisa, al menos el protagonista ya no tiene ninguna -ni posibilidad de marearse por el traqueteo del vehículo-.

Se comprometía Pedro Sánchez -podría haber sido cualquier otro político-, durante una reciente visita a Úbeda, a que el mundo rural tendrá pronto todos los servicios básicos a media hora. Solo en el término municipal de Santiago-Pontones, ningún alcalde sería tan insensato como para efectuar tal aseveración. Pero corramos un tupido velo, no es nueva la exigua información que se tiene de la España vacía en la gran urbe. E insisto, podría haber sido cualquier otro político.

Ningún semáforo en todo el término municipal. Un término municipal que supera en extensión al de Madrid ciudad o a la suma de Barcelona, Sevilla, Bilbao y Valencia. Una sola rotonda y nueve cementerios repartidos entre los más de ochenta núcleos de población habitados aun hoy -otros muchos fenecieron durante la dictadura y en los primeros años de democracia para reconvertir la zona en coto nacional-. Por cierto, ningún muerto en la rotonda, ni ningún accidente, que yo recuerde. Para hacernos o renovarnos el carnet de identidad, vienen desde la comisaría de Linares -como a dos horas y cuarto-. La notaría y el registro de la propiedad, a otra hora y diez minutos. Hay cortijos -poblados regularmente desde tiempo inmemorial- en los que la funeraria más próxima se halla a una hora. Con razón viven tanto los serranos, de esta forma a cualquiera se le quitan las ganas de morirse.

Muy pocos olivos, testimoniales, pese a encontrarnos en Jaén. Ninguna almazara. Aquí, a todo lo que pasa más abajo de Hornos -la última población, antes de desembocar en el valle-, se le llama “Las Andalucías”. Y aunque ya es rarísimo que nos quedemos incomunicados por la nieve, porque contamos con mejores medios y porque, tristemente, ya no nieva como antes, los medios de comunicación se empeñan en perpetuar esa imagen que pertenece a un pasado en blanco y negro. ¿Deja dinero? Seguro; la belleza de esta mole de montañas enclavadas en el sur teñidas de blanco resulta incalculable y atrae a muchísimas personas, invierno tras invierno, pero, en mi opinión, tanto énfasis y concreción a la hora de referirse al lugar acaba revirtiéndose en un lastre.

Para volver a Miller -una de las aldeas más pobladas, unos cincuenta habitantes perennes- después de una visita al médico de cabecera o similar -obligatorio, ordinario-, hay que transitar por una carretera que en poco más de veinte kilómetros te sitúa en cuatro términos municipales, dos provincias, dos comunidades autónomas y dos parques naturales. Háganse una idea de su estado y de la ingente cantidad de jabón que utilizan las distintas y variopintas administraciones para lavarse las manos. Para acudir al colegio o al instituto, algunos de los niños que aún persisten en esas cortijadas de Dios dependen de que sus padres puedan acercarlos y recogerlos y de las inclemencias meteorológicas que implica vivir a 1300 o 1400 metros de altura sobre el nivel del mar. O, por el contrario, quedarse internos en la residencia escolar de Santiago de la Espada.

No, no creo que exista otro municipio más alejado de su capital de provincia ni de un paritorio o de un quirófano en la península. A una hora y media de cualquier franquicia, de un Mercadona. Es Santiago-Pontones, una isla de interior sin mar, pero con la segunda altiplanicie kárstica más extensa de Europa: Los Campos de Hernán Pelea; una isla que abarca el 33% del Parque Natural -el de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas- más grande de España y -de nuevo- segundo de Europa y, tal vez, el epicentro de una manera de vivir que, al igual que nuestro planeta, comienza a dar sus últimas bocanadas. Así que no tarden en venir -o en volver- a visitarnos. Lo pasarán bien y serán bienvenidos.