El cuento del malagueño Mauricio Ciruelos gana la quinta edición del Premio Internacional de Relato sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo

La quinta edición del Premio Internacional de Relato sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo ha completado ya su palmarés después de que el presidente del jurado de este certamen, el escritor ubetense Salvador Compán, haya desvelado el veredicto de este tribunal literario. De esta forma, el cuento “El olivo viejo”, del malagueño Mauricio Ciruelos, ha resultado vencedor en la categoría de relato corto, dotada con 1.000 euros, y también ha sido el mejor autor andaluz (por lo que recibirá un reconocimiento de la RTVA), mientras que la madrileña María Lorenza Fernández se ha impuesto en la modalidad de microrrelato con su cuento “Olivo Fantasma”, por el que le corresponderán 400 euros.  Este concurso literario convocado por Ferias Jaén y organizado por la Asociación Cultural Másquecuentos (MQC), ha contado este año con el patrocinio de la Fundación Unicaja Jaén, la SCA San Vicente de Mogón y su AOVE Puerta de Las Villas, la UNED de Jaén, Gráficas La Paz, el Centro de Interpretación del Aceite y el Olivar de Úbeda y la IGP Aceite de Jaén; y la colaboración de la Diputación Provincial de Jaén, la editorial Líberman, la empresa Love AOVE, la Asociación Española de Municipios del Olivo (AEMO) y la RTVA. 

EL OLIVO VIEJO

Mauricio Ciruelos

«Recuerdo a mi madre recogiendo aceitunas a mano, ordeñando las ramas bajas con un capazo de esparto al cuello, desgreñada, laboriosa, ajena a mi padre que recolectaba las ramas más altas subido en unas escaleras, ajena a mí que la miraba con una sonrisa boba sentada en la solera salpicada de aceitunas caídas. No quiero recordarla tumbada en la cama de la residencia, inmóvil, con la cara pálida, y los ojos y la boca tan abiertos, la mirada perdida en el techo, no quiero recordarla así, pero es inevitable, esa imagen me asalta en sueños de madrugada y ya no puedo volver a dormirme. A veces salgo y camino en la oscuridad hasta el olivo viejo, el olivo centenario que hay junto a la casa, y me recuesto en su tronco majestuoso, retorcido, ajado. Bajo su vuelo percibo la presencia de mi madre, como si el relente la trajese de vuelta, pero no la de los últimos años que ya no podía valerse por sí misma y que olvido hasta quien era, sino ese yunque de mujer que fue cuando yo era niña, que perdió a su primer hijo cuando el pequeño aún no había cumplido los cinco años, y que cavó ella sola la tumba donde lo enterró, sin dejar que su marido ni ninguno de los mozos del pueblo la ayudase a sacar ni una sola espuerta de tierra del hoyo.

Yo aún no había nacido, sin embargo tengo asimilada esa historia como un recuerdo propio en el que estoy de pie junto al agujero que mi madre excava con la azada como si de una labor más del campo se tratase. Se arrodilla en el interior de la fosa y va recogiendo con sus manos puñados de tierra con los que llena una pequeña espuerta que después saca del hoyo y vacía junto a mis pies. Las gotas que caen desde su rostro sobre la tumba son las del sudor de su frente, no hay una sola lágrima.

Mi madre era una mujer de campo, prefería el olivar a la casa. El sol abrasador al cobijo del tejado de la casa. La sombra de una encina en un cerro, al interior sombrío de la iglesia del pueblo. Contaban que nació en un olivar, al pie de un olivo cargado de aceitunas, y que mi abuela murió allí mismo después de dar a luz, que fue demasiada la sangre que se derramó sobre aquella solera.

Su abuela materna la bautizó con el nombre de su madre, Francisca, que también era el suyo, y antes lo fue de su madre y antes de su abuela. A mi madre, en el pueblo, todos la conocerían como la Cisca, y aunque a mí me bautizasen con el nombre de mi padre, para todos en el pueblo siempre fui la hija de las Cisca.

Mi abuelo, roto por la muerte de su esposa, en un país en guerra y con una recién nacida entre sus brazos dejó a mi madre en el cortijo Los Acebuches, a pocos kilómetros del pueblo, y se marchó a combatir al frente. En el cortijo se alojaba un ama de cría que cuidaba de los gemelos del Marqués de Villaterra, y que se comprometió a ocuparse del bebé como si fuera suyo a cambio de un arreglo matrimonial con mi abuelo una vez que volviese de la guerra. Pero mi abuelo nunca volvió a por su hija. Llegaron noticias de que muchos habían caído en el frente y lo dieron por muerto. Diez años después de acabada la guerra, volvió al pueblo, aunque él hombre que regresó era solo un despojo del que fue.

La nodriza apareció una fría mañana en la casa del olivo viejo donde vivía mi bisabuela Francisca. El olivo viejo la vio llegar por la vereda tirando de un mulo famélico que cargaba en sus alforjas una tinaja vacía a un lado y en el otro un canasto con mi madre envuelta en mantas. Los perros ladraron alborotados correteando alrededor, pero nadie salió a recibirlos ni a comprobar el porqué de aquella escandalera. La mujer bajó el canasto del mulo, caminó hacia la puerta de la casa y lo dejó en el escalón de la entrada. Los perros olfatearon a mi madre que, con sus grandes ojos sorprendidos, miraba los hocicos que la olisqueaban y le cosquilleaban los mofletes.

—Dile a la abuela que la niña no llora ni cuando tiene hambre, pero siempre la tiene, y mucha —dijo la nodriza dirigiéndose al olivo viejo—. Que come demasiado para lo poco que hay de comer en estos tiempos. Dile que ya no hay leche en mis pechos para alimentarla más, que me los ha secado y ya no me quieren en el cortijo.

Agarró las riendas del mulo y se alejó por la vereda. Los perros no la siguieron, la observaron marcharse y luego se acurrucaron en el escalón de la puerta junto al canasto.

El olivo viejo me lo reveló en un sueño, una de esas noches que no podía dormir y en la que él me acurruco en su regazo.

Mi bisabuela cuidó de su nieta como pudo, como veinte años atrás lo había hecho con sus propios hijos, pero en aquel entonces le luto ya se había instalado en los ojos de aquella mujer. En la última década había enterrado a sus padres, a su hermano y a su marido. Y ahora en apenas tres meses acababa de perder a una hija que se desangró intentando dar vida, y a un hijo que murió en una guerra intentando quitarla. Mi madre heredó sus ojos, esos ojos oscuros y profundos que llevaban el luto en las pupilas.

Mi bisabuela alimentó a mi madre con biberones de leche de burra, sopa de ajo y pan con aceite, y con el apoyo de una sobrina que bajaba del pueblo a ayudarla con el corral, el huerto y la casa, consiguió salir adelante en los años del hambre y la miseria.

Una mañana, cuando mi madre contaba con apenas trece años, salió de la casa y se encontró a su abuela colgada de una soga en el olivo viejo. Los pies se balanceaban en el aire sobre una silla de enea volcada. Mi madre enterró a su abuela, la única madre que tuvo, y se quedo sola. Aquel día los ojos de mi madre se oscurecieron un poco más, pero no tanto como se oscurecerían poco tiempo después con el regreso de su padre.

Unas semanas después del entierro, el padre al que nunca había conocido y al que creía muerto apareció en la puerta de la casa del olivo viejo, sucio, andrajoso y apestando a alcohol y meados. Lo que quedaba de niña en la Cisca desapareció la primera vez que aquel hombre le puso la mano encima.

Una noche la avisaron para que subiese a la taberna a por su padre que andaba borracho y bravucón. Cuando mi madre intentó llevárselo de vuelta a casa, él la tiró al suelo de un puñetazo. La taberna se quedó en silencio. La Cisca se levantó y le estrelló un vaso de aguardiente en la cara. Él perdió un ojo y ella por poco no pierde la mano.

Después de que su hija lo echase de la casa, se le podía ver vagabundeando por los olivares, maldiciendo a gritos. A veces rondaba la casa del olivo viejo e intentaba colarse mientras los ladridos de los perros ahogaban los insultos que le gritaba a su hija. Hasta que un buen día desapareció como ya lo hiciese cuando la guerra, pero esta vez para siempre. Los cayos que la vara, la azada y el arado endurecerían las manos de mi madre, terminarían por borrar las cicatrices que su padre le dejó en la palma de la mano y en su alma.

A mi padre lo recuerdo rastrillando las soleras de nuestros olivos, solo, dejándolas limpias y rasas para facilitar la labor de coger las aceitunas caídas cuando empezase la recogida, para poder extender los fardos más cómodamente antes de varear.

Era un hombre solitario como mi madre. Se declaró a ella en el cerro de la encina, una herriza donde solía subir ella a contemplar los olivares que se extendían en todas direcciones, un entramado de puntos verdes que parecía la piel del campo. Mi padre había heredado la pequeña finca familiar que lindaba con la casa del olivo. Ella había vivido allí sola desde entonces y había rechazado a todos los pretendientes que se habían presentado en su puerta con promesas de amor o dinero, y que no fueron pocos.

Aceptó a mi padre porque él le contó una historia de cuando ambos eran niños, algo que mi madre había olvidado, pues no recordaba haber visto nunca a aquel hombre antes de que se convirtiese en su vecino, pero que le debió parecer una anécdota graciosa o tierna, no sé. Pero no fue solo esa la única razón.

—¿Para que voy a regalarle flores si en cuanto se descuida uno se llenan las camás de amapolas y margaritas y las lindes de jaramagos? —le dijo en la herriza—. ¿Para que voy a prometerle la luna si lo que yo quiero es que la contemplemos juntos y nos alumbre el camino de vuelta a casa por la verea? ¿Cómo voy a prometerle un mar de olivos que no se puedan abarcar de un solo vistazo si yo solo quiero los suficientes para que podamos trabajarlos juntos? Ni siquiera puedo prometerte amor eterno, porque yo nunca he conocido el amor y no creo que haya nada eterno en este mundo, ni siquiera los olivos esos que están aquí desde los romanos, a ellos también le llegará el día de que la sabia ya no fluya por sus venas. Pero puedo prometerte mi compañía hasta que alguno de los dos falte, porque no quiero la compañía de ninguna otra si usted está a mi lado. Y si faltase usted primero yo iría hablar con usted a diario, al igual que hago con los olivos. A mí me llaman Ido porque dicen que no estoy aquí, que estoy en otro lao, por eso de hablarle a los olivos, supongo, pero mi madre me puso Bienvenido y así me bautizo el cura.

Mi madre aceptó a mi padre porque nunca había conocido una persona tan sincera, porque era un hombre bueno, porque sabía que sería feliz a su lado, pero claro, no lo aceptó aquella tarde, en aquel momento solo le dijo:

—Ya veremos, Bienvenido, ya veremos. Ya veremos lo que nos cuentan los olivos cuando amanezca.

Yo no nací en mitad de un olivar, pero me crie entre olivos y jaramagos. Aún así prefería la escuela al campo y la iglesia a las encinas solitarias. Solo hablaba con las margaritas y no me parecían una mala hierba cuando al deshojarlas me dejaban una sonrisa boba en la cara. Hui a la ciudad con un quinto recién licenciado que me había prometido amor eterno y terminé criando geranios en mi balcón de la sexta planta de un piso de Málaga. Mi marido trabajaba de mecánico en un taller mientras yo soñaba con estudiar en la universidad. Él decía que tenía muchos pájaros en la cabeza y que lo que tenía que hacer era ocuparme de la casa.

Yo no era como mi madre, no tenía el luto en los ojos, solo una sonrisa bobalicona, y lloraba por cualquier cosa: porque echaba de menos a mis padres, en mi cumpleaños, al salir del cine, porque mis sueños estaban cada día más lejos, porque el test de embarazo dio positivo, cuando llamaron del pueblo porque había muerto mi padre.

Después del funeral, mi madre le colocó el arado al mulo y se puso a labrar las camadas para que el agua de las primeras lluvias pudiese empapar bien la tierra. Ese día tampoco derramó ni una lágrima, yo lo hice por las dos.

Durante los días que pasé en la casa del olivo viejo tras el funeral, mi madre y yo no hablamos mucho. Cuando tuvo algo que decirme lo hizo con la mirada, como cuando yo era pequeña y podía leer en sus ojos que era lo que quería decirme.

Cuando volví a la ciudad, se despidió de mí con una gesto mientras tiraba del mulo. Yo le mantuve la mirada porque tenía cosas que contarle que no había tenido el valor de decirle con palabras, pero la Cisca no pareció darse cuenta.

Una vez me pegó un tortazo cuando vio colgando de uno de los brazos del olivo viejo la cuerda con la que yo intentaba hacerme un columpio.

—Siempre rondando alrededor del olivo viejo —se quejó mientras enrollaba la soga en su brazo.

Otra vez, con una sonrisa boba en la cara, le ofrecí un ramillete de malvas que había recogido cerca de la linde donde siempre crecían, año tras año. Ella me borró la sonrisa con otro tortazo y las flores acabaron desparramadas por el suelo. Yo me puse a llorar asustada.

—No vuelvas a jugar en donde has cogido esas flores, es un paso de jabalíes.

Pero yo nunca había visto un jabalí por allí ni por ninguna otra parte del olivar.

Mi madre no pisó nunca la escuela, pero no murió siendo analfabeta. Yo le enseñé a leer y a escribir, a sumar y restar e incluso a recitar las tablas de multiplicar con la misma entonación infantil con que me las enseñaron a cantar a mí en la escuela. El olivo viejo fue testigo de aquello.

—Vamos al olivo viejo —me decía cuando tenía un rato de descanso—. Borra esa sonrisa boba de la cara y enséñame todas esas cosas que aprendes en la escuela.

Allí le enseñe las vocales un día y las sílabas otro, hasta que con el tiempo terminó por leer varias palabras seguidas. En una pequeña libreta aprendió a sumar y restar, a escribir su nombre y a firmar con él.

La Cisca murió en una residencia en una ciudad que no la vio nacer, crecer, ni sobrevivir con el sudor de su frente y que solo se arrodilló en las soleras para recoger las aceitunas caídas. Una ciudad que no la vio vareando olivos antes de que llegase el frio invierno, ni labrar la tierra con un arado y una mula bajo el sol abrasador.

Mi madre murió sin poder reconocer a la mujer que sujetaba su mano y recorría con el dedo las tortuosas cicatrices de su palma, la dureza de los cayos, aunque quiero pensar que cuando sus ojos se apagaron ella ya no estaba en aquella habitación y que, aunque no reconociese a la hija que estaba junto a su cama si que sabía que yo estaba a su lado.

—Deja las malvas, niña, deja que ese hombre siga durmiendo la mona en paz, no vaya a despertarse. Mira a tu padre de charla con los olivos, hija, y Miguelito tirándole piedras a los zorzales —susurró—. Mira los jaramagos como colorean de amarillo esta verea. ¡Qué hermosos son!, nunca me había dado cuenta hasta ahora.

Esas fueron sus últimas palabras. Me recliné sobre ella, la besé en la frente y le cerré los ojos. Vi una lágrima saliendo del lagrimal, un brillo húmedo e insólito bajando por su mejilla. Acerqué mi boca y la lamí con la punta de la lengua.

Tuve hijos que hicieron sus vidas. Trabajé en la perfumería de unos grandes almacenes muchos años, casi tantos como los que viví junto a mi marido. Hice el acceso a la universidad para mayores de cuarenta y cinco y terminé magisterio siete años después. Para entonces mi madre ya vivía conmigo en la sexta planta de mi piso de Málaga. El olivo viejo se secó esperando que la Cisca volviese al olivar. Yo sí regresé años después de que ella muriese y vivo aquí desde entonces.

No puedo dormir y salgo fuera. No hay luna, pero mis pies tienen memorizado cada uno de los pasos que llevan al olivo viejo. Son mis pisadas las que compactaron la tierra de ese sendero. Los brazos secos del olivo viejo parecen querer desgarrar la noche. Me siento en su raíz retorcida y me recuesto en su tronco. Me envuelve el olor a tierra removida, a hierbas desbrozadas y el canto de los grillos. El cielo se va llenando de miles de puntitos brillantes y después de un lento parpadeo todo el firmamento se revela ante mis ojos en todo su esplendor. Siento el vértigo de formar parte de esa inmensidad infinita.

El relente me eriza la piel y siento la presencia de mi madre, la de mi padre, incluso la de ese niño que debió ser mi hermano mayor pero no lo fue. Siento la presencia de los que ya no están, la de los que conocí y la de los que nunca oí hablar. Son muchos y están aquí conmigo, al pie del olivo viejo.

Acaricio la raíz sobre la que estoy sentada y con los dedos rozo las yemas de las varetas que han comenzado a brotar y sonrío. Me doy cuenta que hacía mucho tiempo que no sonreía, que no sentía un instante de felicidad. Pienso en mi hija, en sus ojos verde oliva, en la forma de mirarme antes de marcharse la última vez que la vi, de la misma manera que yo miré a mi madre tras la muerte de mi padre y quería decirle con la mirada lo que no tenía fuerzas para decirle con palabras, que tenía miedo, que la necesitaba, que estaba embarazada.

Cierro los ojos, una lágrima se desliza por la piel áspera de mi mejilla, noto el sabor a sal cuando se cuela por la comisura de mi sonrisa boba».